Era una tarde de invierno y nos aburríamos. Lucas tuvo una idea: ¿por qué no hacemos historias con una guía de teléfonos? Todos teníamos que elegir al azar un nombre y una profesión.
Yo tenía que elaborar un relato con el nombre de Julián Carrasco Abad y con la profesión de galerista de arte.
Cogimos lápiz y papel. El reloj de arena giró y comenzó el juego de la imaginación..
Historia de Julián
No se reconocía en la
foto que aparecía en el periódico. Parecía mayor. La cara taciturna con gesto
esquivo dominaba la imagen. No le importaba. Estaba satisfecho de sí mismo.
Su galería de arte
aparecía en todas las reseñas culturales de los periódicos del país. Había
llegado muy lejos gracias a su perseverancia.
Se levanta de la butaca y
mira a su alrededor. Su despacho es amplio y acogedor. Las paredes están llenas
de cuadros que pertenecen a pintores a los que su mecenazgo ha encumbrado a la
gloria.
Sonríe. Julián Carrasco
Abad nunca pensó que se dedicaría al mundo del arte.
Nació en el Madrid de la
posguerra. Su padre era un terrateniente que trabajaba duro para que su pequeño
imperio fuera creciendo. Era frío, severo y nunca mostró un ápice de ternura
por su hijo. Nunca comprendió que no quisiera seguir la tradición familiar de
dedicarse a la tierra y al cultivo de la misma. Sólo estaba interesado en los
libros, la música y en aquellas pinturas raras que ponía en la pared de su
habitación. Sentía un desprecio sibilino por él. A Julián nunca le afectó esta situación, al
contrario, se esforzó mucho más y consiguió llegar a la universidad para
estudiar economía. Su padre, por su parte, continuó comprando tierras para aumentar
su patrimonio hasta tal punto que cuando murió dejó una herencia cuantiosa que
Julián logró duplicar gracias al boom inmobiliario. No era hombre al que le
gustara especular. Supo invertir. Jugar a ganar. Decidió destinar parte de ese
dinero al arte. No estaba dispuesto a comprar obras valiosas y coleccionarlas
como si fueran cromos. Él quería ayudar. Buscar nuevos valores. Estudió el
terreno pantanoso en el que se iba a adentrar. Se sorprendió al percatarse de
toda la corrupción e intereses ocultos que circulaban en este mundo. Utópico
como era, comenzó a desilusionarse pero no cejó en su empeño de llevar esta
empresa adelante. Era un luchador. Cambió de rumbo. Se sumergió en el ambiente
de la universidad de Bellas Artes, compartió su tiempo con jóvenes artistas,
viajó, estudió. Se rodeo de chicos noveles, ilusionados y deseosos de difundir
su arte. Se convirtió en el mecenas de todos ellos.
Su intuición y la ayuda
de gente entendida fomentó que su galería iniciara la presentación de
exposiciones, tan llenas de vida y calidad, que paulatinamente se convirtieron
en pequeños museos de belleza.
Artistas consagrados se
acercaban a él y Julián se dejaba querer. Pese a ello, su fin era descubrir
nuevas joyas. Crecer y construir. Su afán filantrópico fue juzgado de esnobismo
por críticos y marchantes. Él sonreía. Sus opiniones le provocaban pena porque
eran gente acostumbrada a mover ficha a cambio del vil metal. No sabían mirar a
su alrededor.
El sonido del teléfono le
despierta de sus ensoñaciones. Es su mujer. Le reclama. Lleva casado nueve años
y sigue tan enamorado como el primer día. Es hora de volver a casa.
Cierra la puerta del
despacho pero, antes, echa una última ojeada para observar como los últimos rayos
de sol entran por la ventana iluminando los colores de sus pinturas favoritas.