Llovía.
Primavera en Junio. Los árboles componían música con el susurro del viento
entre sus hojas. Interpretaban el vals de la tormenta. Mis ojos eran los
espectadores de su representación. La tierra comenzó a emanar olores húmedos
que mi olfato inspiraba para guardarlos en la memoria. La naturaleza me estaba
dando este último homenaje. Me estaba muriendo...
Mis
últimas palabras fueron para mi hijo:
-Javier,
acuérdate de mí cuando veas el mar. Zambúllete en sus aguas y sentirás mi
abrazo.
No
tuve fuerzas para más. Inicié un viaje de silencio y luz que me ha llevado
hasta aquí. ¿Dónde?, no lo sé. Sigo viendo lo que hay a mi alrededor. Incluso,
me asusto cuando creo reconocer mi cuerpo inerte en una cama y, alrededor, gente
llorando. Grito pero no me oyen. Deambulo por la habitación del hospital,
mientras las enfermeras toquetean mi cuerpo y lo colocan en una postura
imposible. No sé que hacer...Reflexiono acerca de la situación en la que me
encuentro. Quizás sea verdad que el alma sigue viva para siempre, o cabe la
posibilidad que continúe en este estado de ingravidez durante unos minutos más.
La ansiedad se está apoderando de mí. Si esto es la muerte es peor de lo que
suponía. Seguir viva sin estar viva; estar muerta sin estar muerta. Siempre
intuí, no, rectifico, estaba segura que era volver al silencio negro en el que
me encontraba antes de nacer. Craso error ¿o no? En vida fui la impaciencia personificada y en
este estado, llamémoslo espiritual, no puedo seguir esa tónica. ¿Qué hago?
¡Dios, no lo sé! Intento tranquilizarme. Sigo reflexionando y llego a la
conclusión que me encuentro en un estado de transición. Paulatinamente, me iré
apagando como una vela y, será entonces, cuando todo será como esperaba. ¡Mira
que soy! ¡Hasta esta situación intento tenerla controlada y planificada!
Debería dejarme llevar por los acontecimientos. Podría aprovechar esta
situación para sentirme libre, sin ataduras y dejar que fluyan los
acontecimientos. ¡Sí, eso voy a hacer! Observaré. Me uniré a mi velatorio y
acompañaré a los míos.
Los
primeros instantes después del fallecimiento de un familiar nunca me han
gustado. El desaliento, la tristeza y la confusión acampan a sus anchas. Nunca
he disfrutado con el sufrimiento ajeno y esta vez no iba a ser menos, por lo
que decidí no estar con mi familia. Quería pasear por la vida, vibrar de
libertad ante el nuevo espectáculo que se presentaba ante mí. Parece increíble
pero estaba hilarante de felicidad. Me
movía con tal facilidad y agilidad que la velocidad se convirtió en un
arma estupenda para descubrir un mundo que no había sabido ver cuando formaba
parte de él.
Las
horas pasaron y el momento trascendente de la despedida se acercaba. Sin miedo
debería encararme con las lágrimas y dolor ajeno. Entré en la sala nº 17 del tanatorio. Mi nombre estaba puesto en la
entrada. Eché un vistazo rápido y sentí
un gran alivio al descubrir que no había flores y que una ligera música sonaba
inundando todo de paz. Me enfrenté a mi propia imagen metida en el ataúd. No
tenía mal aspecto. Un poco pálida, claro está, pero como siempre lo he sido,
apenas notaba la diferencia. La enfermedad no había conseguido deteriorarme en
exceso. No era yo la única que me observaba. También lo hacían mis padres, mi
hermana, mi cuñado, mi hijo y mi pareja. Todos tenían pegadas sus caras al
cristal. Siento su amor.
Me
duelen sus lágrimas. Siento rabia por este último y eterno sufrimiento que he
causado a mis padres. Mi hermana soportará con estoicismo su penar. Mi cuñado
la mimará. Mi pareja me recordará con una sonrisa tal y como me prometió y mi hijo seguirá viviendo, luchando y
construyendo su vida. Me reconforta su fortaleza. Doy un beso y un abrazo a
cada uno de ellos. Creo que lo perciben porque en su mirada se ha reflejado una
interrogación de alegría.
Comienza
a entrar gente. Personas que han formado parte de mi vida y de las de mis seres
queridos. Todos ofrecen consuelo, solidaridad, abrazos. No debería sentir dolor y una presión en el
pecho me obliga a sentarme en un rincón de la sala. Las sorpresas tienen estos
efectos. He descubierto entre los dolientes a una impresentable que me clavó
varias puñaladas traperas y ahora está aquí interpretando una pena absurda.
¡Cuánta hipocresía! Más vale que esa
empatía de la que ahora hace gala la hubiera demostrado conmigo cuando tuvo la
oportunidad de hacerlo. Lo mismo sucede con el borrego de mi tío. Sus
remordimientos deberían matarle. ¿Lloras? ¿Por qué? Eres patético. Me
destrozaste por dentro. Me hiciste sentir como una mierda y esa misma es la que
ahora debería asfixiarte. Sin embargo, estás ahí recibiendo el pésame de todo
el mundo. Nadie sabe el veneno que esconden tus lágrimas. Tu mediocridad no me
conmueve.
¡Bah!,
no vale la pena seguir sufriendo. Al fin y al cabo, ¿qué importa ya?
De
nuevo, vuelve la presión al pecho. Están entrando mis compañeros de trabajo y,
entre ellos, él. Tiene mala cara. Bueno, al fin y al cabo he sido su amiga. Al
final, no me dijo lo que realmente sintió por mí hace tanto tiempo. El miedo le
ha superado. No se atreve a ver mi imagen eternamente dormida. Apenas habla y se sienta al lado de mi hijo.
Intercambian unas cuantas palabras. Mira al suelo, ¿ qué estará
pensando?.Me dirijo hacía él y me siento
a su lado. Le tomo las manos. No percibe nada. Sólo levanta la mirada y, por
fin, decide verme por última vez. Da un apretón de manos a todos los míos y se
va. Se aleja.
Esto
está resultando muy duro. Me entristezco al percibir que mi pareja está
ausente. No sonríe. Sólo mira a mi cuerpo encerrado tras el cristal. Mi chico.
Un hombre bueno que me ha hecho feliz. Debería sentirse orgulloso. Debería
saber que su presencia me iluminó.
¡Cuánto
silencio roto por hipidos y pesadumbre!
No
puedo más. Voy a salir a la calle. Necesito ver el sol. Escuchar el sonido de
la monotonía de la vida. Mirar. Sin embargo, no me gusta el paisaje que se
presenta ante mí. Todo está lleno de salas como la mía; llenas de vida y muerte. Me pregunto si habrá más fantasmas deambulando
como lo estoy haciendo yo. ¿He dicho fantasma? No, no, no puede ser. Me rebelo.
No quiero estar eternamente así. Siento un ahogo tremendo. Me asfixio. Quiero
llorar pero las lágrimas no salen. Necesito gritar pero mi voz es muda. Quiero
meterme dentro de mi cuerpo para disfrutar de su paz. ¿Por qué me está pasando
esto? Repito convulsivamente palabras sin sentido. La locura se ha introducido
dentro de mi invisibilidad.
La
soledad es un agujero negro que me ha absorbido y me ha transformado en nada.
Una nada llena de tristeza. No puedo más
El
tiempo fuera de mí transcurre como siempre. Gente contando anécdotas,
rememorando historias compartidas con la persona muerta y deseando que ésta les
espere muchos años. Antes, estaba con ellos, diciendo lo mismo y ahora no sé ni
dónde estoy.
La noche ha llegado para ellos.Vuelvo
a la sala donde se encuentra mi presencia visible. Hay mucha gente aún.
La
madrugada es silenciosa. El sueño busca un lugar entre los que allí se han
quedado para acompañarme. A primera hora de la mañana será al traslado al
crematorio. Es mi última esperanza. Supongo que será ese el momento para mi
desaparición total. Lo deseo. He intentado dormir pero no he podido. Soy absurda. Todavía no me he hecho a la idea que nunca más cerraré los ojos y soñaré con abstracciones triangulares.
Ha
llegado el momento esperado.Comienzan
los preparativos para la partida. Los momentos más tensos. Llaman a mi gente
para darme un beso antes de cerrar el ataúd. ¿Qué sentido tiene que pueda ver
esto? Ni siquiera siento dolor, sólo una
terrible presión en el pecho que cada vez se hace más intensa. ¿Por qué?
El
viaje comienza. Subo en el coche con mi cuerpo. Hoy el día ha amanecido
soleado, caluroso. El cielo es azul y se mezcla con el verde de las copas de
los árboles. Un escenario de despedida esperpéntico adornado por la maravilla
de la naturaleza.
Intuyo
que estamos llegando porque el coche aminora su velocidad para dar paso a la
hilera de vehículos negros que me seguían. La gente se arremolina alrededor del
ataúd. Lo llevan sobre los hombros hasta un estrado. La señorita funcionaria acostumbrada
a la monotonía de su trabajo pide fríamente un minuto de silencio.
Silencio,
silencio…ha llegado el fin.
Las
puertas se cierran y tras ellas queda mi cuerpo que se desliza por una cinta
hasta el horno que me reducirá a cenizas. Buena señal. Siento calor. Me alegro
porque este calvario mío ya va a acabar. Las llamas se van aproximando. La
presión en el pecho está desapareciendo…me desvanezco…apenas veo…apenas.
Abro
los ojos. Giro la cabeza. Mi pareja duerme profundamente a mi lado. El perro, encima de mi pecho,
mueve el rabo contento al notar mi despertar.
Se
escucha el repiquetear de las gotas de lluvia tras el cristal.
¿Estoy viva?.
¿Estoy viva?.
No hay comentarios:
Publicar un comentario