Siento vergüenza e impotencia cada vez que escucho a
nuestros diputados, a nuestros legisladores, discutir en el Parlamento. Se les
llena la boca asegurando que son nuestros representantes pero, cuando llega el
momento de demostrarlo el espectáculo es dantesco. Son como niños mimados.
Constantemente, se miran el ombligo, por cierto, lleno de inmundicia, mientras el pueblo se mueve en medio de la
desesperación y la rabia. Sus diálogos son siempre reiterativos: Hay corrupción
en su partido…en el suyo más; ante las circunstancias, tiene que dimitir…el que
debe dimitir es usted. Su política es un fiasco…la suya lo fue más…y tú más, y
tú más, y tú más…
El tú más es su
consigna junto con el de lavarse las manos. La población está tan quemada,
desilusionada, enfadada que les mira atónitos preguntándose qué pintan esos
señores en la cámara baja, la alta para qué mencionarla, tirándose los trastos
mientras todo a su alrededor se desmorona.
Intuyo un final como el del Imperio Bizantino; se cuenta
que cuando el ataque de las tropas del
Imperio Otomano sobre Constantinopla era inminente, los políticos e
intelectuales bizantinos seguían discutiendo cuál era el sexo de los ángeles en
vez de centrarse en lo que era fundamental: preparar la defensa de la ciudad.
Finalmente, los turcos atacaron y Bizancio desapareció como Imperio. La diferencia
entre estos hechos y los que nos ocupan es que cuando los políticos salgan a la
calle y observen que todo está destruido, del revés, se volverán a echar la
culpa los unos a los otros, sin responsabilizarse de su propia incompetencia y
egocentrismo.
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