Erase
que se era un reino muy pequeño en el que todos sus habitantes vivían
tranquilos y felices. El rey Diftur era
simpático y bonachón. Gobernaba con inteligencia y equidad. Estaba casado con
Mandolina, mujer serena y afable. Ambos se querían y su único deseo era tener
un hijo. Llevaban mucho tiempo esperando
un milagro pero la esperanza se iba desvaneciendo a medida que los años pasaban y el heredero no llegaba.
Un
día, una mujer llegó al pueblo. Parecía un hada. Un haz de luz la envolvía. Llevaba en brazos a un bebé rollizo que no
paraba de llorar. Era tan fuerte su
llanto que las gentes del lugar se asomaban a las ventanas para saber lo que
ocurría. Mujeres, hombres, niños, lo
acurrucaban entre sus brazos pero el bebé no callaba. Mandolina, la reina, que
también había escuchado aquella llantina, se acercó al hada y extendió sus
brazos para que le dejara al niño. En
cuanto sus manos le rozaron, el bebé comenzó
a tranquilizarse y poco después se quedó plácidamente dormido.
La
mujer que hada parecía le dijo a la reina:
-Señora,
tenéis un gran poder. Lácrimo, que es
como se llama el que ahora tenéis en vuestros brazos, lleva siete lunas sin
parar de gimotear. Creíamos que enfermo
estaba y me dirigía a la casa que hay en
lo alto de la colina para encontrar la solución que sanara al pequeño. Allí
vive Dimitra. Ella cura a las hadas, duendes y elfos del bosque elaborando
pócimas y remedios mágicos
-
¿Cuál es vuestro nombre? - preguntó la reina-
-
Me llamo Iris
-
Iris, no es necesario que vaya a ver a esa mujer. Usted misma ha visto que
Lácrimo se ha callado, es más puede ver que hasta sonríe. Yo soy Mandolina, la reina de este
lugar, y años llevo esperando un
hijo. Le ruego que me lo deje y yo le
cuidaré como si fuera propio.
-
Señora, eso no es posible. Lácrimo es hijo del rey de los bosques y yo soy el
hada aya que se le asignó al nacer. Por
favor, deme al pequeño, aún me queda un largo camino por recorrer.
-
Pero, conmigo no llora…y con usted…
La
reina, triste, acercó el bebé a Iris. Cuando ésta lo cogió, el niño sonrió.
Mandolina esperaba que prorrumpiera, de nuevo, a llorar, pero…no fue así. El
poder de sus manos le había curado. Volvió triste hacia palacio y lloró
amargamente.
Pasaron
los meses, y el recuerdo de Lácrimo no desaparecía. Mandolina que siempre había
sido una mujer activa languidecía de
pena. No salía de sus aposentos. Lloraba y lloraba. Eran tantas las lágrimas que derramaba que su
cuerpo comenzaba a encogerse. El rey
y el pueblo estaban muy preocupados por
su reina. Parecía que la enfermedad del niño la hubiera atrapado ella entre sus
manos.
Todos
los médicos de la corte buscaban sin descanso remedios para que sanara pero nada
parecía hacerla efecto. Un día de primavera, Iris, el hada aya, se
presentó en la corte con una carta redactada por el padre de Lácrimo y
dirigida al rey Diftur que así decía:
Muy
señor mío, hasta mis reinos ha llegado la noticia de la enfermedad de la reina
Mandolina. Por lo que cuentan, es parecida a la que mi hijo Lácrimo sufrió.
Gracias al abrazo milagroso de su esposa
mi niño sanó pero bien parece que el mal que parecía se lo transmitió a
su mujer. Pesaroso estoy desde que sé de su sufrimiento. En agradecimiento por
la alegría que ella me dio quiero ofrecerles los servicios de Dimitra. Allí se
dirigía Iris para sanar a mi hijo cuando se encontró con la reina y surgió el
milagro. En aquella ocasión nosotros no la necesitamos pero ahora sí. Quiero
que la reina Mandolina vuelva a resurgir de la tristeza.
Mostrando mis mejores deseos
Renedón, Rey de los Bosques
El
rey Diftur estaba emocionado. Inmediatamente, preparó todos los carruajes para
llevar a la reina hasta lo alto de la colina. Iris les indicaría el camino.
Nadie sabía en qué lugar se encontraba porque la casa estaba oculto a la vista
de los hombres.
El
sendero era angosto y oscuro. Pájaros negros acompañaban al cortejo real. Sólo
se escuchaba el llanto triste de la reina. Horas de viaje transcurrieron hasta
que Iris divisó la casa de Dimitra. Mandó parar los carros y ordenó que nadie
se moviera. Ni siquiera el rey. Tomó de la mano a la reina y anduvieron entre
una niebla espesa hasta que desaparecieron de los ojos de los que allí estaban.
Dimitra
vestía de color púrpura, era pequeña y de aspecto duro pero su voz sonaba dulce
cuando habló esbozando una sonrisa
-
Os estaba esperando. Renedón me previno de vuestra llegada para que no me
pillara por sorpresa. Sentaos, por favor…tardaré poco. Mi sitio está entre mis
pucheros. Todos ellos albergan bálsamos
milagrosos que os curarán.
Mandolina
estaba asombrada de lo que sus ojos acuosos dejaban ver. La casa parecía estar
en el interior de un tronco de árbol pero era tremendamente espaciosa y cálida.
El crepitar del fuego que calentaba todas aquellas ollas, la invadían de una
paz de la que hacía tiempo no disfrutaba. Tan inmersa en sus pensamientos
estaba que no se percató que Dimitra la ayudaba a beber un líquido verde y
gelatinoso. Tenía un sabor repugnante pero, a cada trago que daba, las lágrimas
se secaban. Bebía y bebía y el sueño, poco a poco la fue envolviendo.
Cuando
despertó estaba en sus aposentos. La luz del sol entraba por la ventana. No se
acordaba cómo había llegado hasta allí.
Saltó de la cama y bajó corriendo a saludar al rey. Una sonrisa tierna
le esperaba.
Por
fin, Mandolina se había recuperado. Estaba feliz. Sin embargo, el destino la
tenía reservada una nueva sorpresa para culminar esta felicidad. De entre los
brebajes que le obligó a beber Dimitra había uno muy especial. Tenía el poder de dejar a las mujeres encintas.
Así
pasó que a los nueve meses nació una preciosa niña que se llamó Alba, porque al
amanecer nació. Su alegría, belleza y bondad llenó plenamente la vida de sus
padres.
Desde
entonces, en el reino, todos vivieron
plácidamente hasta que muchos, muchos, muchos años después un caballero a
caballo llegó al pueblo. Se llamaba Lácrimo. Lo primero que pudo ver ese joven
apuesto fue a la princesa Alba paseando por los campos…sus ojos se encontraron
y... esa ya es otra historia.
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