Permitan
que me presente, soy Lucía y llevo viviendo en este lugar unos cuantos años. Yo
no quería mudarme pero las circunstancias así lo quisieron. Antes vivía en el
centro de la ciudad, rodeada de vida, de ruido. ¡Cuánto echo de menos el sol! Mi
antiguo piso se llenaba de luz desde primera hora de la mañana hasta última
hora de la tarde y, sin embargo, en el que vivo ahora es oscuro y húmedo y,
sobre todo, estrecho, sumamente estrecho …¡cuántas vueltas da la vida! Sin embargo, a pesar de estas incomodidades
me siento muy acompañada por mis vecinos.
Nos hemos convertido en una auténtica familia. Todos los días, a la
misma hora, nos reunimos y charlamos. Aunque parezca increíble no existen
controversias entre nosotros.
La vivienda tiene tres plantas y
los pisos están distribuidos de manera lineal, como las antiguas corralas
madrileñas. Mi casa está en la segunda
planta y a mi derecha vive Leonor. Tiene 85 años. Es una viejita encantadora.
Como casi todos nosotros vive sola pero
tiene un hijo al que echa mucho de menos.
Tanto, que es casi su único tema de conversación. Su gran preocupación es si podrá seguir adelante
sin ella. ¡Claro que sí, Leonor!, decimos todos a la vez. ¿Cuántos años
tiene? 40. ¡Con 40 me comía yo el mundo y
de lo que menos me acordaba es de mi madre!, dice con sorna Emilio, el vecino de
mi izquierda. ¡Emilio!, dice Leonor, tú en tu juventud tuviste que ser un
canalla…se te nota a la legua…y nos reímos todos, porque la verdad, es que no
le falta razón. Emilio tiene 65 años y
siempre va vestido como un dandi. Pertenecía al mundo de la farándula por lo
que siempre tiene alguna anécdota que contar. Chismes del mundo del
espectáculo, sus amoríos con Concha
Velasco o con Bárbara Rey. Yo siempre
era “el extra protagonista”, nos matiza
socarronamente. ¡Mira que eres cuentista Emilio!, le digo `pero él siempre me
contesta...¡de eso nada monada!. Rosa
nos mira risueña. Sus 40 años tienen la
mirada triste y perdida. En todas nuestras
reuniones siempre permanecía en silencio hasta que un día se desahogó entre
lágrimas. Su marido la había pegado
desde el día que se casaron pero la violencia fue en aumento a raíz de tener a
su hijo. Siempre, nos contó, tenía magulladuras por todo el cuerpo, huesos
rotos, moratones, hasta que una noche, después de una pelea horrible, todo
acabó. Cogió a su niño de tres años
huyó, huyó lejos para vivir en paz aunque triste. Ahora, rezuma
tranquilidad. El niño es una preciosidad.
Todos estamos encantados con él. Tiene cuatro años y siempre está enredando…
¡Juan no molestes!, le increpa Rosa- ¡no le regañes, mujer!, el chico quiere
jugar. ¡La pena es que no haya más críos en este edificio! ¡Si tuviera aquí a los míos se lo pasaría en
grande! ¿Os he dicho que tengo dos niños? –Sí, Kevin… ¡vaya disculpad que sea
tan pesado! …¡Cuéntanos algo de ellos! Le anima Rosa…y nos relata historias infantiles que a todos nos
enternecen. Kevin es peruano y tiene 30 años. Antes de venirse a España vivía
en Oyataitambo, un pueblecito cercano a Cusco.
A pesar del turismo, que cada día iba en
aumento, su familia no tenía dinero. Sus
hijos, tras salir del colegio, caminaban por las calles del pueblo conminando a
los extranjeros a comprarles divertidas marionetas de dedo hechas por su mujer.
A los turistas les hacía gracia los niños y siempre venían a
casa con 4 ó 5 soles. Él se avergonzaba de esta situación y no quería que
mendigaran más por lo que decidió venir a España a trabajar. Era un buen albañil y enseguida encontró
empleo pero, la mala suerte, quiso cebarse con él y un día se cayó del andamio.
No tenía papeles y sus jefes, para no meterse en follones, le dejaron en la
puerta del hospital. ¡Menos mal que la solidaridad de mis compañeros propició
que pueda estar bajo techo! Si no
hubiera sido así ¿dónde habrían acabado
mis huesos? Calla y sus ojos miran hacía el infinito... El silencio siempre se
rompe con nuestros ánimos. -¡Kevin,
seguro que dentro de nada vuelves a ver a tu familia! ¡Ya queda menos! ¡Esto en
mis tiempos no pasaba! –grita colérico Leocadio el vecino más antiguo de la
vivienda. Tiene 90 años y es un poco cascarrabias. ¡Para esto he vivido yo una
guerra! ¡No se puede permitir tanta necedad! Y,
seguidamente, en posición de firme, recuerda sus años como militar al
servicio del generalísimo. Cuando acaban nuestras reuniones se va a casa
taciturno y enfadado pero, al día siguiente, es el primero que nos está
esperando para entablar conversación pero hoy no estará.
Esta mañana, a primera hora,
hemos escuchado sonidos violentos. Aporreaban la vivienda de Leocadio. Uno,
dos, tres y el nicho se abre. Golpes que nos han despertado de nuestro letargo
y que nos han hecho comprender que a nuestro amigo le estaban exhumando. Todos
estábamos tensos. ¿Qué podíamos hacer? Hoy más que nunca hemos sentido nuestra
incapacidad vital. Allí fuera, en el mundo de los vivos, los mismos hombres que
nos depositaron con nuestros féretros en este lugar hace ya tanto, se llevan a
Leocadio no se sabe dónde. Ha girado la
cabeza y nos ha enviado una mirada marcial y llena de nostalgia. Todas sus
posesiones fueron a parar a un contenedor pero a él ¿dónde se lo llevarán? No nos ha dado tiempo despedirnos de él. Despedirnos…la
muerte sigue siendo un adiós constante.
Hoy he tenido más frío de lo
habitual. Frío que no sentía desde que mi sangre caliente se derramó por
aquella herida que una navaja afilada provocó. Aquellos chicos querían dinero y
yo no tenía. El sol desapareció de mi vista en pocos minutos.
En mi silencio atronador me ha
venido a la cabeza una canción de Joan Manuel Serrat que a mí me gustaba
tararear y que en este momento resume
todos los sentimientos que invaden mi estado y la de mis vecinos…dice algo así:
los muertos están en cautiverio y no nos dejan salir del cementerio…
Nuestra convivencia mortal
continuará y mañana, seguro, que nos volveremos a encontrar para hablar…y
puede, que tengamos un nuevo vecino que sustituya el lugar que nos ha dejado el
viejo militar.
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