domingo, 21 de octubre de 2012

REUNIÓN DE VECINOS


 
            Permitan que me presente, soy Lucía y llevo viviendo en este lugar unos cuantos años. Yo no quería mudarme pero las circunstancias así lo quisieron. Antes vivía en el centro de la ciudad, rodeada de vida, de ruido. ¡Cuánto echo de menos el sol! Mi antiguo piso se llenaba de luz desde primera hora de la mañana hasta última hora de la tarde y, sin embargo, en el que vivo ahora es oscuro y húmedo y, sobre todo, estrecho, sumamente estrecho …¡cuántas vueltas da la vida!  Sin embargo, a pesar de estas incomodidades me siento muy acompañada por mis vecinos.  Nos hemos convertido en una auténtica familia. Todos los días, a la misma hora, nos reunimos y charlamos. Aunque parezca increíble no existen controversias entre nosotros. 
La vivienda tiene tres plantas y los pisos están distribuidos de manera lineal, como las antiguas corralas madrileñas.  Mi casa está en la segunda planta y a mi derecha vive Leonor. Tiene 85 años. Es una viejita encantadora. Como casi  todos nosotros vive sola pero tiene un hijo al que echa mucho de menos.  Tanto, que es casi su único tema de conversación.  Su  gran preocupación es si podrá seguir adelante sin ella. ¡Claro que sí, Leonor!, decimos todos a la vez. ¿Cuántos años tiene?  40.  ¡Con 40 me comía yo el mundo y de lo que menos me acordaba es de mi madre!, dice con sorna Emilio, el vecino de mi izquierda. ¡Emilio!, dice Leonor, tú en tu juventud tuviste que ser un canalla…se te nota a la legua…y nos reímos todos, porque la verdad, es que no le falta razón.  Emilio tiene 65 años y siempre va vestido como un dandi. Pertenecía al mundo de la farándula por lo que siempre tiene alguna anécdota que contar. Chismes del mundo del espectáculo, sus amoríos  con Concha Velasco o con  Bárbara Rey. Yo siempre era “el extra protagonista”, nos matiza socarronamente. ¡Mira que eres cuentista Emilio!, le digo `pero él siempre me contesta...¡de eso nada monada!.  Rosa nos mira risueña.  Sus 40 años tienen la mirada triste y perdida. En todas nuestras  reuniones siempre permanecía en silencio hasta que un día se desahogó entre lágrimas.  Su marido la había pegado desde el día que se casaron pero la violencia fue en aumento a raíz de tener a su hijo. Siempre, nos contó, tenía magulladuras por todo el cuerpo, huesos rotos, moratones, hasta que una noche, después de una pelea horrible, todo acabó. Cogió a su niño de tres años  huyó, huyó lejos para vivir en paz aunque triste. Ahora, rezuma tranquilidad. El  niño es una preciosidad. Todos estamos encantados con él. Tiene cuatro años y siempre está enredando… ¡Juan no molestes!, le increpa Rosa- ¡no le regañes, mujer!, el chico quiere jugar. ¡La pena es que no haya más críos en este edificio!  ¡Si tuviera aquí a los míos se lo pasaría en grande! ¿Os he dicho que tengo dos niños? –Sí, Kevin… ¡vaya disculpad que sea tan pesado! …¡Cuéntanos algo de ellos! Le anima Rosa…y nos  relata historias infantiles que a todos nos enternecen. Kevin es peruano y tiene 30 años. Antes de venirse a España vivía en Oyataitambo, un pueblecito cercano a Cusco.
 A pesar del turismo, que cada día iba en aumento, su familia no tenía dinero.  Sus hijos, tras salir del colegio, caminaban por las calles del pueblo conminando a los extranjeros a comprarles divertidas marionetas de dedo hechas por su mujer.  A los turistas  les hacía gracia los niños y siempre venían a casa con 4 ó 5 soles. Él se avergonzaba de esta situación y no quería que mendigaran más por lo que decidió venir a España a trabajar.  Era un buen albañil y enseguida encontró empleo pero, la mala suerte, quiso cebarse con él y un día se cayó del andamio. No tenía papeles y sus jefes, para no meterse en follones, le dejaron en la puerta del hospital. ¡Menos mal que la solidaridad de mis compañeros propició que pueda estar bajo techo!  Si no hubiera sido así  ¿dónde habrían acabado mis huesos? Calla y sus ojos miran hacía el infinito... El silencio siempre se rompe con nuestros ánimos.  -¡Kevin, seguro que dentro de nada vuelves a ver a tu familia! ¡Ya queda menos! ¡Esto en mis tiempos no pasaba! –grita colérico Leocadio el vecino más antiguo de la vivienda. Tiene 90 años y es un poco cascarrabias. ¡Para esto he vivido yo una guerra! ¡No se puede permitir tanta necedad! Y,  seguidamente, en posición de firme, recuerda sus años como militar al servicio del generalísimo. Cuando acaban nuestras reuniones se va a casa taciturno y enfadado pero, al día siguiente, es el primero que nos está esperando para entablar conversación pero hoy no estará.
Esta mañana, a primera hora, hemos escuchado sonidos violentos. Aporreaban la vivienda de Leocadio. Uno, dos, tres y el nicho se abre. Golpes que nos han despertado de nuestro letargo y que nos han hecho comprender que a nuestro amigo le estaban exhumando. Todos estábamos tensos. ¿Qué podíamos hacer? Hoy más que nunca hemos sentido nuestra incapacidad vital. Allí fuera, en el mundo de los vivos, los mismos hombres que nos depositaron con nuestros féretros en este lugar hace ya tanto, se llevan a Leocadio no se sabe dónde. Ha  girado la cabeza y nos ha enviado una mirada marcial y llena de nostalgia. Todas sus posesiones fueron a parar a un contenedor pero a él ¿dónde se lo llevarán? No nos ha dado tiempo despedirnos de él. Despedirnos…la muerte sigue siendo un adiós constante.
Hoy he tenido más frío de lo habitual. Frío que no sentía desde que mi sangre caliente se derramó por aquella herida que una navaja afilada provocó. Aquellos chicos querían dinero y yo no tenía. El sol desapareció de mi vista en pocos minutos.
En mi silencio atronador me ha venido a la cabeza una canción de Joan Manuel Serrat que a mí me gustaba tararear y que  en este momento resume todos los sentimientos que invaden mi estado y la de mis vecinos…dice algo así: los muertos están en cautiverio y no nos dejan salir del cementerio…
Nuestra convivencia mortal continuará y mañana, seguro, que nos volveremos a encontrar para hablar…y puede, que tengamos un nuevo vecino que sustituya el lugar que nos ha dejado el viejo militar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario