DECOSTRUCCIÓN
Garfín es un pueblo de la provincia de León. En invierno apenas
lo habitan cuarenta vecinos que superan ya los setenta. Será el viento del
norte pero todos mantienen una salud de hierro y una actividad que ya querría
yo para mí que, a mis treinta años, siento el agotamiento en mis huesos. Soy
Luz y me dedico a dar clases en zonas rurales. Bueno, lo de clases es mucho
decir; son, sobre todo, talleres cuya temática modifico mensualmente. No da
lugar al aburrimiento y eso es un incentivo para que siempre tenga alumnas. Lo
digo en femenino porque los hombres no quieren saber nada de esto. Se
encuentran más cómodos en el tele-club jugando la partida y discutiendo sobre
agricultura o ganadería que son actividades a las que han volcado toda su vida.
Las mujeres, sin embargo, tienen más ansía de conocimientos. En su época,
muchas de ellas no pudieron acceder a ellos y ahora aprovechan para obtenerlos.
Este año estoy satisfecha porque
ha sido muy productivo. Los temas que he abarcado han sido muy variados y tuve
la idea, creo que buena, de cerrarlos con una salida referente a lo que
habíamos aprendido. Por ejemplo, en Historia del Arte, el último día pasamos la
jornada en León visitando la Catedral y el Convento de San Marcos. En otra
ocasión, después de leer obras de teatro, nos fuimos a Ponferrada a asistir a
una función en la que aparecía Arturo Fernández, ídolo de juventud de muchas de
ellas. Salieron encantadas.
El último ha sido de gastronomía
por lo que se me ocurrió acudir a un taller culinario impartido por un chef con
cierta relevancia dentro de la provincia. Fuimos hasta el ayuntamiento de
Sahagún, lugar donde se celebraba el evento. La sala que nos habían
acondicionado recordaba a un aula de colegio, con pupitres que miraban a un
escenario. La única diferencia residía que una gran encimera con artilugios de
cocina sustituía a la mesa del profesor. Sobre las sillas, teníamos un mandil
con el logotipo del restaurante patrocinador, detalle que entusiasmó a mis
alumnas que rápidamente se lo pusieron.
No tuvimos que esperar mucho porque de inmediato se apagaron las luces,
salvo las del estrado, donde el chef hizo acto de presencia.
Parecía mentira que un hombre tan
joven tuviera a sus espaldas tanta experiencia. Había trabajado con los mejores
cocineros del país, muchos de ellos, poseedores de alguna que otra estrella
Michelín.
Nos explicó que iba a enseñarnos
a hacer un sopicaldo de ajo deconstruido. Mis chicas se miraron, asombradas las
unas a las otras, pero prestaron atención con mucho interés siguiendo atentas
todos los pasos. Se movía como un bailarín. Sus movimientos eran sutiles.
Acariciaba los alimentos con cariño y
devoción. Su voz canturreaba indicaciones de detalles que no teníamos que
olvidar. El aroma del ajo y el pimentón envolvían el ambiente.
Acabada la receta se dispuso a
servirla en pequeños vasos de cristal pasando una bandeja para que lo
probáramos.
-¿Les gusta?
-Sí.
-¿Sólo sí? Por favor, denme su
opinión.
Y se la dieron. ¡Vaya si se la
dieron! Severina, la más activa del
grupo, muy envalentonada le comentó
seria:
- Mire, está bueno, no lo niego, pero
esto no son sopas de ajo, ni construidas ni cómo se llamen. Además, con
esto te quedas con un hambre de mil diablos. ¡Si no coge en un diente!
- Ella lleva razón.- apostilló
Carmina- De toda la vida de Dios, esta
comida ha servido para entrar en calor y con este vasito, te quedas helado. Ni
la garganta lo nota. No digo yo que no sepa rico, pero esto, lo cambia de
nombre o no sirve para nada. Como mucho lo puede poner de aperitivo, y así y
todo es escaso.
- Entiendo su desconcierto, dijo
el cocinero un tanto confuso, pero ahora, los clientes demandan este tipo…
-Claro, hijo- le interrumpió
Nieves- porque quieren estar delgados. ¡Qué inocentón es!
-Mire, háganos caso a nosotras
que somos mayores y sabemos de la vida- volvió a pronunciarse Seve que se había
erigido en portavoz de todas. Es más, ahora mismo, vamos a explicarle cómo se
hacen. Se va a chupar los dedos.
-No, no hace falta. Se lo
agradezco, si sé, lo que sucede…
-¡Qué va a saber!...ahora mismo le
enseñamos. ¡Vamos chicas!
Yo, atónita, observaba cómo se
levantaban y se aproximaban al lugar dónde estaba el chef y con un parloteo
desordenado, le ordenaban lo que tenía que hacer…. El pobre muchacho, las
obedecía sumiso. Creo que lo que menos se imaginaba era que, al final, él se
iba a convertir en alumno. Incrédulo, cortaba, pelaba, batía huevos. Una
actividad frenética interrumpida, a veces, por alguna que otra disensión que se
produjo por las cantidades a utilizar pero, finalmente, unas contundentes sopas bullían en el puchero. Consiguieron, aún no sé cómo,
una cacerola de barro, y le obligaron a probarlas.
-¿A qué están buenísimas?
El hombre asentía rodeado de las
doce mujeres que parloteaban a su alrededor. Les aseguró que en su carta
pondría esta sopa tal y cómo ellas le habían indicado y que las llamaría “la marmita
de Garfín”, para recordarlas siempre. Y cumplió su promesa. En su carta nunca
faltan porque son las más solicitadas por los clientes. El sopicaldo pasó a ser
un simple recuerdo en el curriculum del chef.
Después de esta experiencia, son
ellas, las que imparten clases culinarias de pueblo en pueblo. Se están planteando escribir un libro de
recetas y yo, ¿qué quieren que les diga? Me lo creo.
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