domingo, 5 de junio de 2016

DECOSTRUCCIÓN


  Garfín es un pueblo  de la provincia de León. En invierno apenas lo habitan cuarenta vecinos que superan ya los setenta. Será el viento del norte pero todos mantienen una salud de hierro y una actividad que ya querría yo para mí que, a mis treinta años, siento el agotamiento en mis huesos. Soy Luz y me dedico a dar clases en zonas rurales. Bueno, lo de clases es mucho decir; son, sobre todo, talleres cuya temática modifico mensualmente. No da lugar al aburrimiento y eso es un incentivo para que siempre tenga alumnas. Lo digo en femenino porque los hombres no quieren saber nada de esto. Se encuentran más cómodos en el tele-club jugando la partida y discutiendo sobre agricultura o ganadería que son actividades a las que han volcado toda su vida. Las mujeres, sin embargo, tienen más ansía de conocimientos. En su época, muchas de ellas no pudieron acceder a ellos y ahora aprovechan para obtenerlos.
Este año estoy satisfecha porque ha sido muy productivo. Los temas que he abarcado han sido muy variados y tuve la idea, creo que buena, de cerrarlos con una salida referente a lo que habíamos aprendido. Por ejemplo, en Historia del Arte, el último día pasamos la jornada en León visitando la Catedral y el Convento de San Marcos. En otra ocasión, después de leer obras de teatro, nos fuimos a Ponferrada a asistir a una función en la que aparecía Arturo Fernández, ídolo de juventud de muchas de ellas. Salieron encantadas.
El último ha sido de gastronomía por lo que se me ocurrió acudir a un taller culinario impartido por un chef con cierta relevancia dentro de la provincia. Fuimos hasta el ayuntamiento de Sahagún, lugar donde se celebraba el evento. La sala que nos habían acondicionado recordaba a un aula de colegio, con pupitres que miraban a un escenario. La única diferencia residía que una gran encimera con artilugios de cocina sustituía a la mesa del profesor. Sobre las sillas, teníamos un mandil con el logotipo del restaurante patrocinador, detalle que entusiasmó a mis alumnas que rápidamente se lo pusieron.  No tuvimos que esperar mucho porque de inmediato se apagaron las luces, salvo las del estrado, donde el chef hizo acto de presencia.
Parecía mentira que un hombre tan joven tuviera a sus espaldas tanta experiencia. Había trabajado con los mejores cocineros del país, muchos de ellos, poseedores de alguna que otra estrella Michelín.
Nos explicó que iba a enseñarnos a hacer un sopicaldo de ajo deconstruido. Mis chicas se miraron, asombradas las unas a las otras, pero prestaron atención con mucho interés siguiendo atentas todos los pasos. Se movía como un bailarín. Sus movimientos eran sutiles. Acariciaba los  alimentos con cariño y devoción. Su voz canturreaba indicaciones de detalles que no teníamos que olvidar. El aroma del ajo y el pimentón envolvían el ambiente.
Acabada la receta se dispuso a servirla en pequeños vasos de cristal pasando una bandeja para que lo probáramos.
-¿Les gusta?
-Sí.
-¿Sólo sí? Por favor, denme su opinión.
Y se la dieron. ¡Vaya si se la dieron!  Severina, la más activa del grupo, muy envalentonada  le comentó seria:
- Mire, está bueno, no lo niego,  pero  esto no son sopas de ajo, ni construidas ni cómo se llamen. Además, con esto te quedas con un hambre de mil diablos. ¡Si no coge en un diente!
- Ella lleva razón.- apostilló Carmina-  De toda la vida de Dios, esta comida ha servido para entrar en calor y con este vasito, te quedas helado. Ni la garganta lo nota. No digo yo que no sepa rico, pero esto, lo cambia de nombre o no sirve para nada. Como mucho lo puede poner de aperitivo, y así y todo es escaso.
- Entiendo su desconcierto, dijo el cocinero un tanto confuso, pero ahora, los clientes demandan este tipo…
-Claro, hijo- le interrumpió Nieves- porque quieren estar delgados. ¡Qué inocentón es!
-Mire, háganos caso a nosotras que somos mayores y sabemos de la vida- volvió a pronunciarse Seve que se había erigido en portavoz de todas. Es más, ahora mismo, vamos a explicarle cómo se hacen. Se va a chupar los dedos.
-No, no hace falta. Se lo agradezco, si sé, lo que sucede…
-¡Qué va a saber!...ahora mismo le enseñamos. ¡Vamos chicas!
Yo, atónita, observaba cómo se levantaban y se aproximaban al lugar dónde estaba el chef y con un parloteo desordenado, le ordenaban lo que tenía que hacer…. El pobre muchacho, las obedecía sumiso. Creo que lo que menos se imaginaba era que, al final, él se iba a convertir en alumno. Incrédulo, cortaba, pelaba, batía huevos. Una actividad frenética interrumpida, a veces, por alguna que otra disensión que se produjo por las cantidades a utilizar pero, finalmente,  unas contundentes sopas bullían  en el puchero. Consiguieron, aún no sé cómo, una cacerola de barro, y le obligaron a probarlas.
-¿A qué están buenísimas?
El hombre asentía rodeado de las doce mujeres que parloteaban a su alrededor. Les aseguró que en su carta pondría esta sopa tal y cómo ellas le habían indicado y que las llamaría “la marmita de Garfín”, para recordarlas siempre. Y cumplió su promesa. En su carta nunca faltan porque son las más solicitadas por los clientes. El sopicaldo pasó a ser un simple recuerdo en el curriculum del chef.
Después de esta experiencia, son ellas, las que imparten clases culinarias de pueblo en pueblo.  Se están planteando escribir un libro de recetas y yo, ¿qué quieren que les diga? Me lo creo.
                                                                                                                                             


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