LA DECISIÓN DE VIVIR.
Lo que
no mata engorda. Gran falacia. No estoy muerto pero soy un esqueleto. No vivo,
sólo respiro. Un gran error al elegir esta alternativa al castigo que en un
principio me habían impuesto. Aún recuerdo las palabras del juez: Se le ha
condenado a la pena de muerte... pero le vamos a dar una alternativa a este
castigo. Vivir comiendo todos los días el mismo alimento. Cuando escuché estas
palabras, miré a mi abogado y sonreí:
-¿Es una
broma, verdad?
-No, no
lo es, James. Debes elegir.
-¿Elegir?
Lo tengo claro, vivir, lo que me den de comer será secundario.
-
Va a ser duro y acabarás muriendo.
-
¡Cómo se nota que no estás en mi lugar! Además, todos nos enfrentaremos con la
muerte, pero cuanto más tarde mejor ¿no es cierto?
Recuerdo
sus ojos mirándome con sorna y sin ningún ápice de piedad. ¿Mi abogado? No. Más
bien se había convertido en mi fiscal.
Desde
entonces han pasado tres años. Tres largos años paseando como un lobo enjaulado
en una celda de tres metros de ancho por seis de largo. Una cama, un inodoro y un lavabo son los
únicos elementos que decoran mi hogar. Apenas entra la luz por una ventana enrejada y
nunca, nunca, salgo al patio exterior como los otros presos. No tengo contacto con ninguna persona, ni
siquiera con el celador que me trae mi comida. Me la entrega a través de una
pequeña rendija que hay en la parte inferior de la puerta. Es diminuta, tanto
como el alimento que ingiero: un aguacate. Uno para el desayuno, dos para la
comida, uno para la cena. Al menos, me lo dan troceado. Todo un detalle.
Esta
eternidad en la que paso mis días se rompe una vez al mes cuando un médico
viene a verme para extraerme sangre y hacerme unas cuantas preguntas. Ni
siquiera sé su nombre. No responde nada que no sea estrictamente de su
competencia. Es el único momento de felicidad de que dispongo. Mi soledad me
abandona por unos minutos.
El
comienzo de mi encierro no fue tan malo. Estaba fuerte. Caminaba sin parar de
un lado a otro. Hasta me parecía amplío el espacio en el que me movía. Sin
embargo, ahora...no tengo fuerzas. La cama se ha convertido en mi segunda piel.
La debilidad arrastra mi cuerpo a un duermevela permanente. A veces, cuando las
fuerzas vuelven, soy capaz de coger el aguacate que me ofrecen. Otras, lo miro de reojo tirado en el suelo y
le hablo. Parece escucharme. Sí, estoy seguro que lo hace. Parece moverse. Se
acerca a mí despacito. Escala hasta mi cuerpo y entra en mi boca.
Todo es de color verde. Alucino.
No me acuerdo de las palabras. Quiero gritar y mi voz se ha quedado muda. Sólo
quiero morir, pero lo que no mata, engorda.
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