martes, 7 de junio de 2016



LAS AVENTURAS DE UN BUEN SOLDADO LEGIONARIO

  A los 20 años era un nini o al menos ese era el calificativo cariñoso con el que me denominaba mi querida madre. Pero, ¿Qué podía hacer yo? Me dejaba llevar por la indolencia. Era una pobre víctima de la globalización capitalista. Sin embargo, el 12 de Octubre de 2007 mi vida iba a dar un giro inesperado. Estaba tumbado en el sofá, frente al televisor, viendo el desfile de las fuerzas armadas, cuando mi corazón empezó a palpitar al ver  marchar a la legión con ese aire marcial. Mi cerebro, vacío como estaba de sensaciones, se iluminó milagrosamente y decidió por mí: yo quería ser uno de ellos.
Lleno de energía busqué en internet los requisitos necesarios. Los cumplía todos: mayor de edad, español, altura apropiada, vista de lince, la Eso  acabada y, sobre todo, tenía que acreditar una buena conducta ciudadana que estaba fuera de dudas a pesar de la opinión contraria de mis vecinos..
Con una actividad inusitada en mí, cumplimenté todos los datos y a las tres semanas recibí un burofax en el que me aceptaban como aspirante a soldado legionario. Unos días después de recibir la agradable notificación, estaba en un avión con destino a Melilla. Mi familia dio una fiesta de despedida con petardos incluidos, pero de esto me enteré un mes después.
No puedo expresar con palabras lo que sentí al entrar en el cuartel. Iba a formar parte del Primer Tercio “Gran Capitán de la Legión”. Un orgullo invadía mi cuerpo mientras un temor desbocado me hacía temblar al comprobar como unos señores corpulentos y con barbas vociferaban órdenes por doquier. Se parecían a mi madre cuando, cansada de ver cómo me tocaba los…, expulsaba espumarajos por la boca.
No negaré que un poco sí que me dejé amilanar. Tengan en cuenta que pesaba cincuenta kilos, era barbilampiño y mi voz era extremadamente dulce; características que en nada tenían que ver con lo que estaba contemplando. Hasta las mujeres que por allí desfilaban tenían el triple de brazos que yo. Si, una de ellas, me hubiera dado la mano me la hubiera inhabilitado para siempre. Respiré, tal como decía el profesor de yoga de mi serie favorita, cogí mi macuto y seguí al Cabo Primero, dispuesto a luchar contra los obstáculos que pudiera encontrar.
Todo fue difícil al principio, sobre todo, hacerme la cama. En mi casa estiraba las sábanas y poco más. Allí, como en alguna de las inspecciones, el sargento Chaparro viera una sola arruga, te enviaba a pelar patatas, y patatas, y más patatas.

De manera lenta pero segura, me fue acostumbrando a la rutina del día a día. Les contaré a grosso modo como transcurría: nos levantaban al amanecer, recogíamos las literas, desayunábamos y nos preparaban físicamente durante horas. Aún desconozco el motivo por el que  el sargento Chaparro me obligaba a realizar más flexiones que a los demás. Deduje que me tenía manía por más que él insistiera que era porque  “no me salía de los cojones hacerlas bien “.  Él no comprendía que la gimnasia no era mi fuerte y cuando en casa, se me caía algo, llamaba a mi hermano pequeño para que lo recogiera, siempre, a cambio, de una amenazante mano abierta y, si  no estaba, se podía quedar el objeto en el suelo por secula seculorum.
Esta humillación, la aguantaba con resignación a cambio de lo que más me gustaba: disparar. La experiencia más emocionante fue, sin duda,  cuando cogí  el Cetme y pegué el primer tiro. La fuerza del retroceso me tiró hacía atrás y el sonido de la explosión me dejó sordo durante horas. Un porro no me hubiera dejado más colgado. Me convertí en un fanático del fusil. Llegué a no tener rival. Bailaba con él y, todos, se tiraban a tierra  asustados soltando improperios imposibles de reproducir. Ni John Wayne  hubiera osado ponerse frente a mí. Mi puntería era rápida y extraordinaria.
Dos palabras podrían definir como me sentía: feliz y realizado.
Pasaron los meses y mi aspecto físico fue cambiando. Estaba musculoso, me dejé tatuar, en el brazo, el Cristo de la Buena Suerte, y cantaba con orgullo la canción “Soy el novio de la muerte”. Realizaba con perfección absoluta los 160 pasos, por minuto de cadencia, que caracteriza el paso del legionario y leí dos libros; mi camino a un ascenso parecía cosa hecha. Todo iba sobre ruedas y contaba los días para desfilar en Octubre ante el rey y ante mi madre. Sin embargo, un hecho terrible desmoronó todos mis planes. Aún me embarga la tristeza al recordar los hechos.
Quince días faltaban para viajar a Madrid y cumplir mi sueño. Estaba yo divagando, con ese momento, mientras hacía guardia. Mi garita era mi reino. De repente, algo me sacó de mis ensoñaciones. Escuché un sonido en las inmediaciones. La noche era oscura y no se  veía nada. Grité:
- ¿Quién va?
Silencio.
Agucé el oído y, no transcurrieron ni tres minutos, cuando, de nuevo, oí unos crujidos amenazantes…mis pelos se erizaron. Grité con más fuerza:
- ¿Quién va?
Más silencio
Mi tensión iba en aumento. Según el protocolo, al tercer aviso sin respuesta, tenía que disparar. Lo que parecían  unos pasos sonaron, esta vez, más cerca de donde yo me encontraba. Mi voz se transformó en un alarido
- ¿Quién va?
No recibí contestación. Agarré con fuerza el Cetme, me concentré y disparé sin contemplaciones.
Los demás compañeros de guardia y algunos oficiales, alertados por la detonación, acudieron a mi lado. Estaba en shock.
Repuestos de la sorpresa, se tomaron rápidas decisiones.  Unos  deberían quedarse en la garita, vigilando, por si hubiera errado el tiro. Yo, por mi parte, acompañaría a mis superiores, a inspeccionar el lugar hacía donde disparé. La tensión flotaba en el ambiente. Cuando llegamos, me quedé sin palabras, porque en el suelo, yacía muerta, Manteca,  nuestra mascota, ¡la cabra!; ¿la cabra?,¡¡la puta de la cabra!!
Recordé, de repente, que había un perímetro por el que ella deambulaba plácidamente...Los nervios, la tensión del momento, no me dejaron pensar con  claridad. Observé al sargento. No puedo describir su cara, sus ojos salían de las órbitas y me miraba con odio atroz. Se desmoronó y entre sollozos me recriminó:
-¡Imbécil! ¡Has matado lo más sagrado! ¡Dios mío!  ¡Manteca! Y se derrumbó sobre ella.
Sí, suponen bien. Me arrestaron durante una temporada y no fui al desfile. La cabra tampoco y fue enterrada con todos los honores, al tiempo que emitieron un comunicado en el que, alegando motivos personales, disculpaban la ausencia de nuestra mascota en un día tan señalado. Claro, no daba tiempo de entrenar a nuestro carnero, Manolo, que en plena adolescencia no se hacía carrera de él.
Cuando me liberaron, me invitaron muy amablemente a abandonar el cuartel. Por lo visto, también celebraron una fiesta de despedida similar a la que tiempo atrás hicieron en mi casa. Tampoco participé en ella.

Hoy, después de varios años, estoy  tumbado en el sofá viendo cómo desfilan mis compañeros, con ese paso ligero que tanto me enamoró, presididos por nuestra mascota: la cabra, que hace que mi madre, llore de emoción, en un rincón del salón.  

1 comentario:

  1. Que bueno Ana. No sabía que habías relatado la aventura de nuestro particular buen soldado Svejk. Me has hecho dibujar algo mas que sonrisas. Besos de Javi Carnicer.

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