LOS SUEÑOS PERDIDOS
Esta
carta es un grito de auxilio. Mi nombre es Blessing y tengo 18 años. Fui
secuestrada por el grupo terrorista Boko Haram. No fui la única, mis compañeras de colegio corrieron
la misma suerte.
Vivía
en Borno una localidad al norte de Nigeria que llevaba mucho tiempo en estado
de excepción por culpa de las acciones violentas de este grupo radical
islámista. Los colegios estaban cerrados por el estado de emergencia en el que
nos encontrábamos pero era época de exámenes y mi internado nos abrió las
puertas para prepararlos. Me encanta
estudiar y estaba poniendo mucho empeño en aprobar todas las asignaturas para
conseguir un futuro mejor que el de mis padres.
Pero ya nada será igual desde esa maldita madrugada del 14 de Abril. Mi vida
se ha truncado para siempre.
Aquella
noche no me despertó el sonido del viento sino el del golpe de una culata en mi
cadera. Un hombre alto me levantó de la cama y apenas me dio tiempo a
reaccionar. Con empujones y golpes nos hicieron subir a mí a y mis compañeras
en camiones destartalados, llenos de provisiones y petróleo. El desconcierto
era general. Llorábamos, gritábamos pero ninguno de los profesores que se
encontraban en el internado parecía escuchar nada. Temimos que los hubieran
matado.
La
noche nos engulló. Mi amiga Aisha me cogió de la mano con desespero mientras
rezaba. Un grupo de
motoristas flanqueaban el convoy para asegurarse que no nos escapáramos. La
fortuna se alió con algunas de mis compañeras. Uno de los camiones se averió y
tuvimos que parar. Distribuyeron a las chicas que iban en él al resto de
vehículos y, se dispusieron a prenderle fuego sin intentar arreglarlo. Mientras,
pude observar como algunas sombras corrían a esconderse entre los arbustos. Huían.
En mi fuero interno yo gritaba: corred, corred y pedid ayuda… Conocía el
ideario de este grupo y el papel que otorgaban a las mujeres en su sociedad:
unas simples esclavas que tenían que satisfacer los deseos de sus dueños. Ellas
serían nuestra salvación cuando dieran la voz de alarma. Suspiré aliviada
cuando dejé de verlas. Esos bárbaros, afortunadamente, no se habían dado cuenta
de nada.
Dejamos
atrás un rastro de llamas y continuamos la marcha atravesando aldeas dormidas.
El camino era tortuoso y abrupto. El miedo, intenso. El silencio terrorífico.
Cuando
el sol aparecía en el horizonte, llegamos a nuestro destino. Estábamos en el
bosque de Sambisa, el campamento base del grupo. Descendimos del camión entre
gritos y latigazos. Nos fueron agrupando de veinte en veinte y distribuyendo en
cabañas sucias y malolientes, hacinadas y sin apenas espacio para respirar.
Los
días se sucedían y nos convertimos en las siervas de esos salvajes. Trabajábamos
sin descanso. Recogíamos ramas del bosque, íbamos al arroyo más cercano a recoger
agua con unas tinajas que pesaban más que nosotras, cocinábamos, limpiábamos
sus excrementos y siempre, siempre, con un fusil apuntándonos a la espalda. Humillada,
sucia, asustada y triste comencé a
perder la esperanza de que nos encontraran. Creía que el ejército nos iba a
liberar de inmediato pero me equivoqué. Mi desolación aumentó cuando, un día, una
serpiente entró en nuestra choza y picó a mi compañera Aisha. El veneno penetró
en ella y a las pocas horas murió con terribles dolores. Jamás olvidaré la última mirada que me dedicó.
Me ofrecía sus sueños, esos que le habían sido robados. Lloraba mientras le
abrazaba pero, esos animales me la
arrebataron y la tiraron como si
fuera basura a una poza llena de estiércol.
¡Malditos!
¡Cerdos! – les grité. Ellos se rieron y utilizaron sus látigos contra mí. Mi
carne sangraba pero no sentía dolor. Sólo rabia, una rabia infinita.
Una
mañana, de nuevo, la rutina se rompió. Los soldados comenzaron a gritarnos
exaltados y fuera de sí. Nos reunieron en círculo y comenzaron a despojarnos,
brutalmente, del harapiento camisón con
el que salimos del internado. Cubos de agua que arrojaban en nuestros cuerpos
ayudaban a quitar la mugre que habíamos acumulado. Abochornadas, nos hicieron
bailar desnudas mientras las risotadas acompañaban esa danza cruel. Cuando se
cansaron, lanzaron vestidos multicolores para que volviéramos a vestirnos.
Sentí un mal presagio. Acerté, porque poco después, ataron nuestras manos y nos alejamos del
campamento. Caminamos horas por la espesura del bosque hasta llegar al lago Chad. Lo reconocí de
inmediato. Una vez, cuando era pequeña, mi familia hizo una excursión hasta
allí. Me derrumbé. Lloré y lloré... No
aguantaba más esa tensión. Tampoco mi guardián porque un puñetazo me dejó sin
sentido. Cuando lo recobré, me dolía la cara. Sentía palpitar mi mejilla
izquierda. El golpe había sido brutal. A medida que iba tomando conciencia
observé que estaba en una canoa. Pregunté sigilosamente a mis compañeras de embarcación
nuestro destino y ellas negaron con las cabezas sumisas y perdidas. El calor
era insoportable. Los insectos volaban a nuestro alrededor. Tenía sed. Mucho
sueño y acabé durmiéndome. Un rudo zarandeo me devolvió al mundo real. Habíamos llegado.
Estábamos
en la zona fronteriza con Camerún, Se acabó, pensé. Ya nunca seríamos
rescatadas por nuestro ejército, jamás se aventurarían a entrar en territorio
extranjero para salvarnos.
-
¡Eh tú! – me espetaron. ¿Eres cristiana o musulmana?
-
Cristiana.
-Ven
aquí.
Rodeada
de lo que parecían milicianos, me subastaron, como una mercancía…Adcha pagó por
mí 2000 francos, al cambio 12 dólares. Valía unos míseros 12 dólares para esa
gentuza.
-Chica,
soy Adha. Te convertirás al Islam y te casarás conmigo.
-¡Yo
no me quiero casar!
-¡Cállate,
maldita! Tú no decides. No eres nada. Y, a la vez que me escupía, abofeteaba,
mi mejilla herida.
Adha
tiene treinta años y es un hombre radical y malo. Desde el primer día que
llegué a su casa, me maltrata, me viola. No le puedo mirar a los ojos. No me
deja salir a la calla. Soy su rehén. Pero, a veces. huyo...como en este momento. Cuando duerme,
sigilosamente, escribo. Viajo con las palabras. Si se enterara, me mataría.
Llevo
dos años viviendo en un infierno y no puedo más; es por eso que escribo esta carta de socorro.
No sé siquiera si la podré enviar pero lo tengo que intentar. Aún lucho por mi
libertad y por la del hijo que llevo en mis entrañas. A veces, pienso en mis
padres, en mis hermanos, en mis sueños perdidos…en lo diferente que hubiera
sido mi vida si nada de esto me hubiera sucedido…
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