martes, 7 de junio de 2016


LOS SUEÑOS PERDIDOS

   Esta carta es un grito de auxilio. Mi nombre es Blessing y tengo 18 años. Fui secuestrada por el grupo terrorista Boko Haram.  No fui la única, mis compañeras de colegio corrieron  la misma suerte.
Vivía en Borno una localidad al norte de Nigeria que llevaba mucho tiempo en estado de excepción por culpa de las acciones violentas de este grupo radical islámista. Los colegios estaban cerrados por el estado de emergencia en el que nos encontrábamos pero era época de exámenes y mi internado nos abrió las puertas para prepararlos.  Me encanta estudiar y estaba poniendo mucho empeño en aprobar todas las asignaturas para conseguir un futuro mejor que el de mis padres.  Pero ya nada será igual desde esa maldita madrugada del 14 de Abril. Mi vida se ha truncado para siempre.
Aquella noche no me despertó el sonido del viento sino el del golpe de una culata en mi cadera. Un hombre alto me levantó de la cama y apenas me dio tiempo a reaccionar. Con empujones y golpes nos hicieron subir a mí a y mis compañeras en camiones destartalados, llenos de provisiones y petróleo. El desconcierto era general. Llorábamos, gritábamos pero ninguno de los profesores que se encontraban en el internado parecía escuchar nada. Temimos que los hubieran matado.
La noche nos engulló. Mi amiga Aisha me cogió de la mano con desespero mientras rezaba. Un grupo de motoristas flanqueaban el convoy para asegurarse que no nos escapáramos. La fortuna se alió con algunas de mis compañeras. Uno de los camiones se averió y tuvimos que parar. Distribuyeron a las chicas que iban en él al resto de vehículos y, se dispusieron a prenderle fuego sin intentar arreglarlo. Mientras, pude observar como algunas sombras corrían a esconderse entre los arbustos. Huían. En mi fuero interno yo gritaba: corred, corred y pedid ayuda… Conocía el ideario de este grupo y el papel que otorgaban a las mujeres en su sociedad: unas simples esclavas que tenían que satisfacer los deseos de sus dueños. Ellas serían nuestra salvación cuando dieran la voz de alarma. Suspiré aliviada cuando dejé de verlas. Esos bárbaros, afortunadamente, no se habían dado cuenta de nada.
Dejamos atrás un rastro de llamas y continuamos la marcha atravesando aldeas dormidas. El camino era tortuoso y abrupto. El miedo, intenso. El silencio terrorífico.
Cuando el sol aparecía en el horizonte, llegamos a nuestro destino. Estábamos en el bosque de Sambisa, el campamento base del grupo. Descendimos del camión entre gritos y latigazos. Nos fueron agrupando de veinte en veinte y distribuyendo en cabañas sucias y malolientes, hacinadas y sin apenas espacio para respirar.
Los días se sucedían y nos convertimos en las siervas de esos salvajes. Trabajábamos sin descanso. Recogíamos ramas del bosque, íbamos al arroyo más cercano a recoger agua con unas tinajas que pesaban más que nosotras, cocinábamos, limpiábamos sus excrementos y siempre, siempre, con un fusil apuntándonos a la espalda. Humillada, sucia, asustada y triste comencé  a perder la esperanza de que nos encontraran. Creía que el ejército nos iba a liberar de inmediato pero me equivoqué. Mi desolación aumentó cuando, un día, una serpiente entró en nuestra choza y picó a mi compañera Aisha. El veneno penetró en ella y a las pocas horas murió con terribles dolores.  Jamás olvidaré la última mirada que me dedicó. Me ofrecía sus sueños, esos que le habían sido robados. Lloraba mientras le abrazaba pero, esos animales me la  arrebataron  y la tiraron como si fuera basura a una poza llena de estiércol.
¡Malditos! ¡Cerdos! – les grité. Ellos se rieron y utilizaron sus látigos contra mí. Mi carne sangraba pero no sentía dolor. Sólo rabia, una rabia infinita.
Una mañana, de nuevo, la rutina se rompió. Los soldados comenzaron a gritarnos exaltados y fuera de sí. Nos reunieron en círculo y comenzaron a despojarnos, brutalmente,  del harapiento camisón con el que salimos del internado. Cubos de agua que arrojaban en nuestros cuerpos ayudaban a quitar la mugre que habíamos acumulado. Abochornadas, nos hicieron bailar desnudas mientras las risotadas acompañaban esa danza cruel. Cuando se cansaron, lanzaron vestidos multicolores para que volviéramos a vestirnos. Sentí un mal presagio. Acerté, porque poco después,  ataron nuestras manos y nos alejamos del campamento. Caminamos horas por la espesura del bosque  hasta llegar al lago Chad. Lo reconocí de inmediato. Una vez, cuando era pequeña, mi familia hizo una excursión hasta allí. Me derrumbé. Lloré y lloré... No aguantaba más esa tensión. Tampoco mi guardián porque un puñetazo me dejó sin sentido. Cuando lo recobré, me dolía la cara. Sentía palpitar mi mejilla izquierda. El golpe había sido brutal. A medida que iba tomando conciencia observé que estaba en una canoa. Pregunté sigilosamente a mis compañeras de embarcación nuestro destino y ellas negaron con las cabezas sumisas y perdidas. El calor era insoportable. Los insectos volaban a nuestro alrededor. Tenía sed. Mucho sueño y acabé durmiéndome. Un rudo zarandeo me devolvió al mundo real.  Habíamos llegado.
Estábamos en la zona fronteriza con Camerún, Se acabó, pensé. Ya nunca seríamos rescatadas por nuestro ejército, jamás se aventurarían a entrar en territorio extranjero para salvarnos.
- ¡Eh tú! – me espetaron. ¿Eres cristiana o musulmana?
- Cristiana.
-Ven aquí.
Rodeada de lo que parecían milicianos, me subastaron, como una mercancía…Adcha pagó por mí 2000 francos, al cambio 12 dólares. Valía unos míseros 12 dólares para esa gentuza.
-Chica, soy Adha. Te convertirás al Islam y te casarás conmigo.
-¡Yo no me quiero casar!
-¡Cállate, maldita! Tú no decides. No eres nada. Y, a la vez que me escupía, abofeteaba, mi mejilla herida.
Adha tiene treinta años y es un hombre radical y malo. Desde el primer día que llegué a su casa, me maltrata, me viola. No le puedo mirar a los ojos. No me deja salir a la calla. Soy su rehén. Pero, a veces. huyo...como en este momento. Cuando duerme, sigilosamente, escribo. Viajo con las palabras. Si se enterara, me mataría.
Llevo dos años viviendo en un infierno y no puedo más;  es por eso que escribo esta carta de socorro. No sé siquiera si la podré enviar pero lo tengo que intentar. Aún lucho por mi libertad y por la del hijo que llevo en mis entrañas. A veces, pienso en mis padres, en mis hermanos, en mis sueños perdidos…en lo diferente que hubiera sido mi vida si nada de esto me hubiera sucedido…



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