sábado, 4 de junio de 2016



EL EXPENDEDOR DE NOSTALGIA

  Las calles del barrio de mi infancia ponen voz a mis recuerdos. Cuando era niña, de la mano de mi abuelo, escuchaba las historias que él me narraba.  Sentados en un banco me señalaba un lugar y me decía: hace unos años todo esto estaba lleno de chabolas. La nuestra estaba aquí, justo dónde estamos sentados ahora mismo. No lo recuerdas pero viviste en ella tres años. ¡Parece mentira lo que ha cambiado esto! Sólo había barro, suciedad y pobreza…
La nostalgia de sus palabras se repite en mi cabeza porque, ahora, soy yo la que cuenta el pasado de mis imágenes a mi hijo. El cambio del paisaje es una metáfora del transcurso del tiempo. Lo que ayer vivía hoy ha muerto. Las personas que iban y venían por estos lugares, ya sólo recorren caminos sin retorno. Me sitúo enfrente de un establecimiento que regenta una familia de chinos. ¿Quién nos iba a decir a nosotros, a los niños de los años setenta que, en un futuro, íbamos a convivir con ellos cuando sólo los conocíamos a través de los dibujos que traían los libros y la hucha del Domunt? ¿Quién hubiera podido pensar que ellos transformarían el local más emblemático de la zona en un lugar tan diferente? Porque aquí, en esta especie de supermercado, antes había una magnífica bodega. Un punto de encuentro para los vecinos del barrio que acudían a beber pero, también, a abastecerse de vino, gaseosas y sifones. Tenía un encanto especial o, quizás, sea mi memoria, la que lo recuerde de esa manera. Todos los sábados, a la hora del aperitivo, me venía a buscar mi abuelo para visitar la iglesia, un eufemismo que utilizaba para decirme que íbamos a la bodega. Cuando entrábamos en el establecimiento un olor ácido producto de la mezcla del vino y del tabaco, penetraba en mí ,produciéndome un leve mareo que desaparecía al cabo de unos minutos, cuando me olvidaba de todo, deslumbrada por el escenario que se mostraba tras el mostrador. Grandes toneles de madera cubrían toda la pared. Un pequeño grifo al final de los mismos dispensaba el vino que los clientes pedían. En los laterales del local, había barriles más pequeños que, cubiertos por tablas, servían para que, los allí reunidos, se sentaran y charlaran con tranquilidad. Mientras bebía mi refresco acompañándolo de alguna que otra aceituna, observaba los movimientos de Germán, el camarero, que con entusiasmo atendía a todos los que allí acudíamos. Me encantaba verle limpiar las botellas de cristal. Se las entregaban para que las llenara de vino o vermut pero, previamente, con un aparato que a mí me resultaba mágico, las limpiaba. Metía el cuello de las mismas en un émbolo metálico, lo presionaba levemente y un chorro de agua brotaba con fuerza dejándolas impolutas. Secaba bien el exterior y procedía a llenarlas del líquido rojo. Un proceso que repetía una y otra vez y que a mí me entusiasmaba. Se me pasaba el tiempo  muy deprisa, tanto, tanto que... no me he dado cuenta que ya soy una adulta y que nada de aquello existe, aunque, en su día formó parte de mí.

Con tristeza, dejo atrás el lugar aunque, por un instante, creo percibir el olor a vino que, sin probarlo, embriagaba mis sentidos. Sonrío y continúo evocando a mi hijo un pasado que a veces pellizca y duele pero, que en otras ocasiones, son un regreso a la edad dorada de la inocencia.

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