EL EXPENDEDOR DE
NOSTALGIA
Las calles del barrio
de mi infancia ponen voz a mis recuerdos. Cuando era niña, de la mano de mi
abuelo, escuchaba las historias que él me narraba. Sentados en un banco me señalaba un lugar y
me decía: hace unos años todo esto estaba
lleno de chabolas. La nuestra estaba aquí, justo dónde estamos sentados ahora
mismo. No lo recuerdas pero viviste en ella tres años. ¡Parece mentira lo que
ha cambiado esto! Sólo había barro, suciedad y pobreza…
La nostalgia de sus
palabras se repite en mi cabeza porque, ahora, soy yo la que cuenta el pasado
de mis imágenes a mi hijo. El cambio del paisaje es una metáfora del transcurso
del tiempo. Lo que ayer vivía hoy ha muerto. Las personas que iban y venían por
estos lugares, ya sólo recorren caminos sin retorno. Me sitúo enfrente de un
establecimiento que regenta una familia de chinos. ¿Quién nos iba a decir a
nosotros, a los niños de los años setenta que, en un futuro, íbamos a convivir
con ellos cuando sólo los conocíamos a través de los dibujos que traían los
libros y la hucha del Domunt? ¿Quién hubiera podido pensar que ellos
transformarían el local más emblemático de la zona en un lugar tan diferente?
Porque aquí, en esta especie de supermercado, antes había una magnífica bodega.
Un punto de encuentro para los vecinos del barrio que acudían a beber pero, también, a abastecerse de vino, gaseosas y sifones. Tenía un encanto especial o,
quizás, sea mi memoria, la que lo recuerde de esa manera. Todos los sábados, a
la hora del aperitivo, me venía a buscar mi abuelo para visitar la iglesia, un
eufemismo que utilizaba para decirme que íbamos a la bodega. Cuando entrábamos
en el establecimiento un olor ácido producto de la mezcla del vino y del
tabaco, penetraba en mí ,produciéndome un leve mareo que desaparecía al cabo de
unos minutos, cuando me olvidaba de todo, deslumbrada por el escenario que se
mostraba tras el mostrador. Grandes toneles de madera cubrían toda la pared. Un
pequeño grifo al final de los mismos dispensaba el vino que los clientes pedían.
En los laterales del local, había barriles más pequeños que, cubiertos por
tablas, servían para que, los allí reunidos, se sentaran y charlaran con
tranquilidad. Mientras bebía mi refresco acompañándolo de alguna que otra
aceituna, observaba los movimientos de Germán, el camarero, que con entusiasmo atendía
a todos los que allí acudíamos. Me encantaba verle limpiar las botellas de
cristal. Se las entregaban para que las llenara de vino o vermut pero,
previamente, con un aparato que a mí me resultaba mágico, las limpiaba. Metía
el cuello de las mismas en un émbolo metálico, lo presionaba levemente y un
chorro de agua brotaba con fuerza dejándolas impolutas. Secaba bien el exterior
y procedía a llenarlas del líquido rojo. Un proceso que repetía una y otra vez
y que a mí me entusiasmaba. Se me pasaba el tiempo muy deprisa, tanto, tanto que... no me he dado cuenta
que ya soy una adulta y que nada de aquello existe, aunque, en su día formó parte de mí.
Con tristeza, dejo atrás
el lugar aunque, por un instante, creo percibir el olor a vino que, sin
probarlo, embriagaba mis sentidos. Sonrío y continúo evocando a mi hijo un
pasado que a veces pellizca y duele pero, que en otras ocasiones, son un regreso
a la edad dorada de la inocencia.
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