martes, 7 de junio de 2016



LA  ANTÍTESIS


   Soy Tatiana Otzoup, sólo tenía seis años cuando, mi padrino, Albert Goering nos ayudó a escapar del horror nazi. Somos judíos y mis padres y él eran muy amigos. Nos consiguió documentos falsos y pudimos huir de aquel infierno.
Soy periodista y escritora y he vuelto a mi país, después de tantos años, con la intención de ver y entrevistar a aquel hombre que salvó nuestras vidas.
Quedamos en vernos en un pequeño y  viejo apartamento en Berlín que tiene alquilado desde que el gobierno le concedió una pensión de 82 marcos alemanes por edad avanzada y desempleo. Nuestro reencuentro es triste. Somos dos desconocidos unidos por el pasado. Me sonríe y me da dos besos. Nos sentamos uno al lado del otro mientras me sostiene la mano…
- Mi pequeña Tatiana,  ¡estás hecha toda una mujer! ¡Qué alegría me da volver a verte! Hace ya tantos años de nuestra despedida. Todo ha cambiado tanto…
Sus ojos muestran el sufrimiento de muchos años marcados por el alcoholismo y la depresión pero, sin embargo, visualizan el alma de un hombre bueno.
-Albert, si no te encuentras cómodo removiendo el pasado, lo entiendo. No hace falta…
-Shuss, Schuss, tú tranquila, el padrino puede con todo. ¿Cómo están tus padres? Sé por sus cartas que los americanos se portan bien con ellos…
-Sí, aunque al principio fue difícil comenzar de cero ahora están felices.  La sastrería va bien aunque ya están pensando en retirarse. Están cansados.
-Nos hacemos viejos, Tatiana…nos hacemos viejos. Así es la vida. ¿Qué te parece si preparo un café y hablamos de lo que quieras?
Mientras escucho sus pasos en la cocina miro por la ventana y observo como cae la tarde. Es un día frío y el cielo plomizo obscurece más la habitación lúgubre. Los libros están desparramados por el suelo. Un orden caótico gobierna la estancia. Albert se acerca con una bandeja con dos tazas y un plato con un bizcocho muy apetitoso.
-Tatiana, espero que te guste. Lo ha hecho mi casera. Se porta muy bien conmigo. Una buena mujer.
Cojo un pedazo mientras él mira como me lo como. Está expectante como un niño
-Albert, buenísimo…Felicítala de mi parte.
Sonríe y apoya su espalda en el sofá. Cierra los ojos y comienza a hablar.

La última vez que vi a mi hermano Hermann fue en 1945 en una cárcel de Augsburgo. Nos dimos un gran abrazo. Aún recuerdo lo que me dijo: “Siento mucho, Albert, que seas tú quien tengas que sufrir por mí. Pronto te soltarán. Ocúpate de mi mujer y de mi hija. ¡Que te vaya bien!  Un año después, yo seguía en la cárcel cuando me comunicaron que él se había suicidado. Lloré por él, por mí, por los dos.
Nuestra infancia transcurrió en Veldestein, en las proximidades de Nuremberg, en un castillo medieval propiedad de nuestro padrino, el doctor, Albert Epenstein. En realidad, era mi padre biológico pero este aspecto de mi vida siempre se me ocultó hasta que fui adulto. Mi padre oficial vivió siempre alejado de nosotros ya que su carrera diplomática no le permitía vivir en Alemania. Yo soy el pequeño de cinco hermanos y el más introvertido. Mi hermano Hermann tenía un espíritu rebelde y belicoso. Era mi mayor protector. Siempre que yo me metía en líos ahí estaba él para defenderme. Él siempre me decía: Albert, eres la antítesis de mí mismo… y llevaba razón porque cuando empezamos a crecer, él comenzó a interesarse por la política, el ejército, le gustaban las multitudes, la compañía de gente. Sin embargo, yo me refugiaba en la soledad de mi habitación y en mis libros. Nada más podía llamar mi atención. Estas características tan opuestas nos fueron separando cada vez más y más…

Cuando terminó la Gran guerra  me matriculé en la Universidad Técnica de Munich para estudiar ingeniería mecánica. En aquellos años, conviví con muchos estudiantes que años más tarde fueron miembros importantes del partido nazi. Yo los observaba con detenimiento pero preferí no mezclarme con ellos; me asustaban sus ideas radicales. Entretanto, mi hermano, que fue el jefe del más famoso grupo de caza alemán se había convertido en un héroe. Apuesto, valiente, se sentía un Dios. Sin embargo, cuando se firmó el Tratado de Versalles, se sintió estafado, humillado. Yo le quitaba importancia al asunto, le animaba a que hiciera cosas pero él estaba rabioso y perdido. Comenzó a frecuentar las cervecerías más populares de Munich donde se escuchaban discursos beligerantes contra el régimen de Weimar. Uno de los oradores que le hipnotizó fue Hittler, el maldito Hittler, el diabólico Hittler. Le seguía como un cordero a su pastor. Quiso hacer méritos ante él y participó en el Putsch de 1923; un intento de golpe de estado que salió mal. Mi hermano recibió heridas de balas en la ingle y en la cadera. Los dolores que sufría le hicieron adicto a la morfina y perdió la cabeza. Incluso, tuvo que ser ingresado para una institución para enfermos mentales. Yo fui a visitarle pero mi hermano ya estaba unido a ese cerdo de Hittler…eso nos distanció durante doce años. No nos enfadamos aunque bien es verdad que yo no entendía cómo podía formar parte de ese partido lleno de locos.
- Tuvo que ser duro para ti no ver a tu hermano…
- Nunca dejamos de vernos. En las reuniones familiares estábamos juntos, charlábamos, paseábamos. No sé lo que sucedía…era como si dentro de nuestro refugio todo lo demás dejara de existir por un momento. Mi ira y pena desaparecían. No obstante, el tema político nunca lo tocábamos. Era algo de lo que nunca hablamos. Sólo una vez, cuando nos despedíamos me dijo: 
"La Gestapo te ha odio hablar mal de Hittler y del partido nazi. Ándate con cuidado."
-Tú no le hiciste caso…
-No, es más, cuando vi la primera cruz gamada, comencé a desplegar una actividad frenética por conseguir visados de salida a mis amigos judios. Una vez, lo recuerdo, como si fuera hoy, iba paseando por la calle y me espanté cuando unos soldados de las SS se burlaban de una anciana a la que habían colgado un cártel con la inscripción “soy una cerda judía” y que estaban exhibiendo en el escaparate de la tienda de su hijo. Era tan obsceno todo aquello que entré y quité el cartel a aquella pobre mujer. Un oficial armado intentó cerrarme el paso pero yo le enseñé mi carnet de identidad y palideció. Sí, era el hermano de Hermann Goering, el número dos de Hittler. Me llevé a la anciana y los soldados se fueron de allí. No entendían nada.
- ¿Tu hermano se enteró de aquello?
- Sí, de aquello y de mucho más. Pese a todo, siempre recordó a la Gestapo que los miembros de su familia eran intocables. De hecho, estuve en la cárcel en algunas ocasiones, pero mi estancia era breve. Este respaldo lo supe aprovechar para seguir luchando contra aquella crueldad que estábamos viviendo.
- ¿Pero te fuiste de Alemania?
- Sí,  mi hermano se enteró que me iban a enviar al campo de concentración de Mauthassen pero intervino y aprovechando que yo tenía conocimientos como industrial me envió a Praga a trabajar como director de Exportaciones en Skoda, una fábrica de armas. Allí conocí a mucha gente. A veces, venían oficiales alemanes a visitarme para conocer cómo iba la producción y mi mayor placer era negarles el saludo nazi. Estaba tan enfurecido con toda esa situación que llegué a mirar a otro lado cuando los trabajadores ralentizaban su trabajo para acabar más tarde los pedidos realizados por las SS.
En esa época conocí a mi esposa Mila con quién tuve una hija, Elisabeth…
 En ese momento, la cabeza de Albert giró hacía un retrato que había en la cómoda. La imagen de una niña abrazada a él llenó la sala de un silencio triste y prolongado. No quise interrumpir el momento. Albert, se quitó con la mano, una lágrima y continuó…
-Durante esos años, sé que fui un poco soberbio creyéndome fuerte por el respaldo de mi hermano. Hacía todo lo contrario de lo que él ordenada. Yo no soportaba ver cómo la gente que durante tanto tiempo había estado con nosotros, fueran repudiados por el simple hecho de ser judíos, comunistas enemigos del régimen. Era un fanatismo tan absurdo que yo no podía apoyarlo. Luché con los medios de los que disponía para salvar vidas. La mayor locura que hice fue en 1944. Fui al campo de concentración de Theresienstadt. Sabía que allí estaban muriendo muchos prisioneros por lo que me presenté allí y dije: Soy Albert Goering, de Skoda. Necesito trabajadores. Llené un camión de prisioneros. El jefe del campo no planteó ningún problema, claro estaba ante el hermano de Hermman. Nada podía hacerle dudar de mis pretensiones. Recuerdo que llené un camión de chicos que yo mismo iba eligiendo. Salimos de allí y los llevé al bosque y los liberé. Los muchachos me miraban asombrados y llorando fueron corriendo hacía la libertad. Aquella vez el mismísimo Himmler fue a por mí pero, una vez más, mi hermano lo dejó todo para salvarme. Eso sí, me dijo que era la última vez que me podía ayudar porque su posición se estaba tambaleando.
En Mayo de 1945 el Reich cayó definitivamente y las autoridades de Checoslovaquia me detuvieron aunque por poco tiempo. Más tarde fui llamado por las autoridades de la Ocupación Aliada en Alemania para ser juzgado en Núremberg.  Tanto en el juicio Juicio de Oswald Pohl, como en el de  IG Farben, fui absuelto. Muchos amigos, a los que había ayudado a escapar de la Gestapo y las S  testificaron a mi favor y fué absuelto.
-¿Absuelto? Yo creía que habías estado dos años en la cárcel.
- Y no estás equivocada. En Praga fuí declarado culpable por haber obtenido una ganancia de 7.000 Reichsmarks en la fábrica Skoda con mano de obra esclavizada. Finalmente, muchos empleados de la fábrica y miembros de la resistencia checa declararon a mi favor y en 1947 salí de la cárcel.
-¿Qué hiciste entonces?
-Me reuní con mi mujer y mi hija en Salzburgo, pero, si antes el apellido Goering me había ayudado a salvar vidas, en ese momento se convirtió en un lastre. Las autoridades confiscaron todas las propiedades de la familia. Nadie quería darme trabajo. Me desmoroné y caí en una depresión y busqué refugio en el alcohol. Mi mujer me pidió el divorcio y junto con mi hija se marchó a Perú.
-¿No pensaste en cambiar de apellido?
- No. Jamás me planteé renunciar a ser un Goering.
- ¿Y de tu hija volviste a saber algo?
- Sí, recibí cartas de ellas durante algunos años. Nunca contesté. Quería que me olvidara, que me odiara. Otra víctima de mi apellido. No. Allí, lejos, estaría a salvo sin ninguna relación con el dolor. Creo que me equivoqué. Posiblemente, mi silencio la hizo sufrir igualmente. Pero, en fin, ya no hay remedio. Tampoco pude ocuparme de la hija y mujer de Hermman. Creo que huyeron a Sudamérica pero no estoy seguro.
 Volvió el silencio. La noche nos había sorprendido mientras él rememoraba aquellos años.  Estuvimos juntos un par de semanas y luego yo volví a Nueva York. Aún recuerdo su abrazo de despedida, tierno y sincero.
Unos meses después recibí una carta de su casera anunciándome que Albert había fallecido. Me contó que se habían casado, unos pocos días antes de su muerte, para que ella pudiera disfrutar de la pensión que el gobierno le otorgaba. Sonreí. Generoso hasta el final.
Sus restos descansan en el panteón de la familia Goering en Munich. Su hermano Hermann no está con él. Como criminal de guerra, sus cenizas fueron arrojadas a un canal de la misma ciudad.
 El lema de la familia era “No somos de los que se rinden sino de los que creen”. Quizás, el único que hizo honor a esta  frase fue Albert y a través de esta historia he querido rescatarlo del olvido y de la historia de Hermman.

 


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