domingo, 5 de junio de 2016


LAS HUARINGAS

 La carretera era estrecha, tortuosa y  extremadamente peligrosa. Los precipicios y la espesa vegetación aparecían y desaparecían como por arte de magia en el largo camino que nos llevaba a las Huaringas. Nadie hablaba. El único sonido procedía de los amuletos que colgaban del espejo retrovisor y  del lamento que entonaba el conductor, de la furgoneta, cada  cierto tiempo. El viaje se estaba haciendo largo y eso que hacía relativamente poco que habíamos salido de Huacabamba, un pueblo de la sierra peruana con angostas calles empinadas y una  pintoresca iglesia. Este lugar era el punto de partida a nuestro destino, San Antonio, donde descubriríamos el misticismo en nuestras propias carnes.
Llovía cuando llegamos. Un hombre, con un inmenso sombrero, rodeado de una cinta con monedas de plata, nos dio la bienvenida. Sus ojos nos penetraban, no parecía de este mundo. Estábamos ante “El Maestro”, un chamán conocido por su fama curativa. Con un gesto un tanto histriónico nos invitó a montar en los caballos que tenían amarrados a unos troncos. Iba a ser nuestro medio de transporte para subir a las Lagunas. No íbamos a visitar todas, sólo las más importantes, Shimbe y Negra. La primera sirve, según los curanderos, para cargarse de energía positiva, mientras que la Negra descarga la negativa y aleja las malas vibraciones que llevamos dentro.
El camino serpenteaba con continuas subidas y bajadas. Riadas de lodo provocadas por los intermitentes aguaceros se convertían en un verdadero  obstáculo para los pobres animales que, con dificultad, atravesaban los senderos con sus patas embarradas. Aunque parecían estar acostumbrados, sentía una tremenda lástima por ellos. Intenté evadirme de la realidad y llenar mi espíritu de calma. Escuchaba a la naturaleza que nos hablaba a través del rumor de las hojas de los árboles, del crujido de las ramas que se quejaban a nuestro paso, del canto lejano de  los pájaros. Una paz que embrujaba.
Tras dos horas de marcha, la Laguna Shimbe estaba ante nuestros ojos. La niebla de la mañana cubría sus aguas. Rodeada de montañas parecía ajena a los poderes que se le atribuían. El paraje impresionaba. Era la belleza en estado puro.
Bajamos de los caballos y caímos derrotados en las toscas mantas que nos habían preparado para ser espectadores, de excepción, de la ceremonia  que se iba a llevar a cabo. El Chamán se sentó ante una mesa  llena de símbolos, artes, tótems, espadas y cruces.  En un absoluto silencio observábamos como aspiraba  coca y otras hierbas alucinógenas. Con estas sustancias se preparaba para expulsar de nuestro interior los demonios y males  que, según él, nos estaban corrompiendo. No pasó mucho tiempo cuando notamos como entraba en trance.  Rezaba, bailaba, expulsaba palabras irreconocibles y tras un grito desgarrador, nos invitó a desnudarnos y a saltar, con ímpetu,  para eliminar el frío. Era el momento de purificarnos en el agua de aquella laguna. Su temperatura no superaba los cinco grados. Mi cuerpo entumecido gritaba de dolor.  Entendía que los males desaparecieran pero empecé a poner en duda que una pulmonía no hiciera acto de presencia y se quedara conmigo. Acabado el ritual, nos dieron un refrigerio dietético consistente en jugo de lima y una mezcla de aguardiente con tabaco. Volvimos a subir a los caballos para retornar a San Antonio, el lugar donde se produciría la culminación de la experiencia mística por la que había recorrido tantos kilómetros: “La mesada”.  
Era noche cerrada cuando nuestro destino se dibujó ante nosotros. Estaba agotada pero era imposible dormir ya que  todo iba a empezar en ese momento. Bien abrigados y sentados en troncos, piedras y bancos, recibimos, por parte de los ayudantes del maestro, un vaso con un extraño brebaje que olía mal y sabía aún peor.  Era el  San Pedro procedente de un cactus del mismo nombre y que era famoso por sus efectos curativos.  En la más completa obscuridad empezaron las plegarias, ruegos, mientras el maestro cantaba y parecía tocar una maraca. Digo parecía porque todo empezó a transformarse ante mis ojos. Primero, un letargo se apoderó de mí, para transformarse, en poco tiempo, en exaltación.  Mis sentidos se amplificaron. Me hablaban voces dentro de mi cabeza, escuchaba los pensamientos de las personas que estaban alrededor. Palabras sin sentido que se cruzaban sin escribir ni una sola línea.  Imágenes psicodélicas de colores fluían sin parar. Todo estaba lleno de luz, los caballos volaban hacía un cielo repleto de estrellas cuyo haz de luz envolvía en un abrazo a los cuadrúpedos. Las nubes dibujaban  formas espectrales engendrando seres amorfos.  El baile de la noche era incesante. Los pasos se cruzaban sin orden ni concierto. Olía los colores, veía los olores y, a los dos, les abrazaba instintivamente para retenerlos.  Percibía entre sombras a uno de los chamanes que me introducía por la nariz un líquido amargo. Mientras, el Maestro, me escupía agua floreada en la cabeza y repetía como una letanía  “ahí vengo levantando a esta joven, fuera envidia, fuera maldades, fuera pobreza, buena fortuna, buena  vida para su querida familia, vamos sacando todo mal, dedo por dedo, uña por uña, desde la cabeza, tronco, brazos, vamos levantando, por ahí vienen floreciendo, en su hierbas y en sus flores, te levanto señorita”
Mis recuerdos, aún hoy, son difusos.  No sé si lo que experimenté fue un sueño o  fue real.  Mi mente estaba enredada en figuras sin sentido. Cuando, los primeros rayos de sol, iluminaron el lugar donde nos encontrábamos, todo me daba vueltas. Comencé a vomitar un líquido verde y pringoso que salía de mi interior.  El chamán se acercó a mí y me dijo que, por fin,  estaba limpia de sarro espiritual y del óxido del mal. Exhausta me tumbé en el suelo, bebí un brebaje de flores blancas y me quedé dormida.
Al mediodía nos despertaron. Era hora de volver. El regreso lo hicimos atravesando maravillosas cascadas ocultas entre la frondosidad de la flora. La última visita iba a ser la catarata de Citán en la que nos dimos un refrescante baño y nos beneficiamos de las  atribuciones sanadoras de sus aguas. Era la hora de la despedida. El  Maestro y sus asistentes no dieron hierbas medicinales y, con sus característicos cánticos, se perdieron a través de las montañas.
La misma furgoneta  llena de amuletos que nos subió a la ida nos llevó a Huacabamba. Al día siguiente partimos hacía Piura dejando atrás la magia de las montañas peruanas.  Han pasado varios años desde aquella experiencia y los momentos mágicos de aquellos lugares permanecen vivas en mi memoria. Me sorprendo rememorando los sonidos de la naturaleza, de los rezos, del esoterismo. Un viaje espiritual donde la religiosidad pre-inca se introdujo en mi interior y que no creo que desaparezca.


Nota aclaratoria 

En la provincia de Huacabamba, en Perú, se localiza un complejo de 14 lagunas conocidas por algunos como Huaringas o Huarinjas. Ambos nombres son permitidos. El término Huari significa laguna e Inga, Inca. Laguna del Inca.

                                                                                                              

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