LAS HUARINGAS
La carretera era estrecha, tortuosa y extremadamente peligrosa. Los precipicios y la
espesa vegetación aparecían y desaparecían como por arte de magia en el largo
camino que nos llevaba a las Huaringas. Nadie hablaba. El único sonido procedía
de los amuletos que colgaban del espejo retrovisor y del lamento que entonaba el conductor, de la
furgoneta, cada cierto tiempo. El viaje
se estaba haciendo largo y eso que hacía relativamente poco que habíamos salido
de Huacabamba, un pueblo de la sierra peruana con angostas calles empinadas y
una pintoresca iglesia. Este lugar era
el punto de partida a nuestro destino, San Antonio, donde descubriríamos el
misticismo en nuestras propias carnes.
Llovía cuando llegamos. Un
hombre, con un inmenso sombrero, rodeado de una cinta con monedas de plata, nos
dio la bienvenida. Sus ojos nos penetraban, no parecía de este mundo. Estábamos
ante “El Maestro”, un chamán conocido por su fama curativa. Con un gesto un
tanto histriónico nos invitó a montar en los caballos que tenían amarrados a
unos troncos. Iba a ser nuestro medio de transporte para subir a las Lagunas.
No íbamos a visitar todas, sólo las más importantes, Shimbe y Negra. La primera
sirve, según los curanderos, para cargarse de energía positiva, mientras que la
Negra descarga la negativa y aleja las malas vibraciones que llevamos dentro.
El camino serpenteaba con
continuas subidas y bajadas. Riadas de lodo provocadas por los intermitentes
aguaceros se convertían en un verdadero obstáculo para los pobres animales que, con
dificultad, atravesaban los senderos con sus patas embarradas. Aunque parecían
estar acostumbrados, sentía una tremenda lástima por ellos. Intenté evadirme de
la realidad y llenar mi espíritu de calma. Escuchaba a la naturaleza que nos
hablaba a través del rumor de las hojas de los árboles, del crujido de las
ramas que se quejaban a nuestro paso, del canto lejano de los pájaros. Una paz que embrujaba.
Tras dos horas de marcha, la
Laguna Shimbe estaba ante nuestros ojos. La niebla de la mañana cubría sus
aguas. Rodeada de montañas parecía ajena a los poderes que se le atribuían. El
paraje impresionaba. Era la belleza en estado puro.
Bajamos de los caballos y caímos
derrotados en las toscas mantas que nos habían preparado para ser espectadores,
de excepción, de la ceremonia que se iba
a llevar a cabo. El Chamán se sentó ante una mesa llena de símbolos, artes, tótems, espadas y
cruces. En un absoluto silencio
observábamos como aspiraba coca y otras
hierbas alucinógenas. Con estas sustancias se preparaba para expulsar de
nuestro interior los demonios y males que, según él, nos estaban corrompiendo. No
pasó mucho tiempo cuando notamos como entraba en trance. Rezaba, bailaba, expulsaba palabras
irreconocibles y tras un grito desgarrador, nos invitó a desnudarnos y a saltar,
con ímpetu, para eliminar el frío. Era
el momento de purificarnos en el agua de aquella laguna. Su temperatura no
superaba los cinco grados. Mi cuerpo entumecido gritaba de dolor. Entendía que los males desaparecieran pero
empecé a poner en duda que una pulmonía no hiciera acto de presencia y se
quedara conmigo. Acabado el ritual, nos dieron un refrigerio dietético
consistente en jugo de lima y una mezcla de aguardiente con tabaco. Volvimos a
subir a los caballos para retornar a San Antonio, el lugar donde se produciría
la culminación de la experiencia mística por la que había recorrido tantos
kilómetros: “La mesada”.
Era noche cerrada cuando nuestro
destino se dibujó ante nosotros. Estaba agotada pero era imposible dormir ya
que todo iba a empezar en ese momento. Bien
abrigados y sentados en troncos, piedras y bancos, recibimos, por parte de los
ayudantes del maestro, un vaso con un extraño brebaje que olía mal y sabía aún
peor. Era el San Pedro procedente de un cactus del mismo
nombre y que era famoso por sus efectos curativos. En la más completa obscuridad empezaron las
plegarias, ruegos, mientras el maestro cantaba y parecía tocar una maraca. Digo
parecía porque todo empezó a transformarse ante mis ojos. Primero, un letargo
se apoderó de mí, para transformarse, en poco tiempo, en exaltación. Mis sentidos se amplificaron. Me hablaban
voces dentro de mi cabeza, escuchaba los pensamientos de las personas que
estaban alrededor. Palabras sin sentido que se cruzaban sin escribir ni una
sola línea. Imágenes psicodélicas de
colores fluían sin parar. Todo estaba lleno de luz, los caballos volaban hacía
un cielo repleto de estrellas cuyo haz de luz envolvía en un abrazo a los
cuadrúpedos. Las nubes dibujaban formas
espectrales engendrando seres amorfos. El baile de la noche era incesante. Los pasos
se cruzaban sin orden ni concierto. Olía los colores, veía los olores y, a los
dos, les abrazaba instintivamente para retenerlos. Percibía entre sombras a uno de los chamanes que
me introducía por la nariz un líquido amargo. Mientras, el Maestro, me escupía
agua floreada en la cabeza y repetía como una letanía “ahí vengo levantando a esta joven, fuera
envidia, fuera maldades, fuera pobreza, buena fortuna, buena vida para su querida familia, vamos sacando
todo mal, dedo por dedo, uña por uña, desde la cabeza, tronco, brazos, vamos
levantando, por ahí vienen floreciendo, en su hierbas y en sus flores, te
levanto señorita”
Mis recuerdos, aún hoy, son
difusos. No sé si lo que experimenté fue
un sueño o fue real. Mi mente estaba enredada en figuras sin
sentido. Cuando, los primeros rayos de sol, iluminaron el lugar donde nos
encontrábamos, todo me daba vueltas. Comencé a vomitar un líquido verde y
pringoso que salía de mi interior. El
chamán se acercó a mí y me dijo que, por fin, estaba limpia de sarro espiritual y del óxido
del mal. Exhausta me tumbé en el suelo, bebí un brebaje de flores blancas y me
quedé dormida.
Al mediodía nos despertaron. Era
hora de volver. El regreso lo hicimos atravesando maravillosas cascadas ocultas
entre la frondosidad de la flora. La última visita iba a ser la catarata de
Citán en la que nos dimos un refrescante baño y nos beneficiamos de las atribuciones sanadoras de sus aguas. Era la
hora de la despedida. El Maestro y sus
asistentes no dieron hierbas medicinales y, con sus característicos cánticos,
se perdieron a través de las montañas.
La misma furgoneta llena de amuletos que nos subió a la ida nos
llevó a Huacabamba. Al día siguiente partimos hacía Piura dejando atrás la
magia de las montañas peruanas. Han
pasado varios años desde aquella experiencia y los momentos mágicos de aquellos
lugares permanecen vivas en mi memoria. Me sorprendo rememorando los sonidos de
la naturaleza, de los rezos, del esoterismo. Un viaje espiritual donde la
religiosidad pre-inca se introdujo en mi interior y que no creo que
desaparezca.
Nota aclaratoria
En la provincia de
Huacabamba, en Perú, se localiza un complejo de 14 lagunas conocidas por
algunos como Huaringas o Huarinjas. Ambos nombres son permitidos. El término
Huari significa laguna e Inga, Inca. Laguna del Inca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario